27 de noviembre de 2008

LA DOCTRINA DEL SHOCK. El auge del capitalismo del desastre. Ensayo de Naomi Klein.


El choque del golpe militar preparó el terreno de la terapia de shock económica. El shock de las cámaras de tortura y el terror que causaban en el pueblo impedían cualquier oposición frente a la introducción de medidas económicas. De este laboratorio vivo emergió el primer Estado de la Escuela de Chicago, y la primera victoria de su contrarrevolución global.


Más de una encendida y justificada polémica provocó la mundialmente famosa periodista canadiense y ácida crítica del neoliberalismo Naomi Klein en su último viaje a Latinoamérica a fines de abril del año en curso con el fin de promocionar su nuevo ensayo La doctrina del shock (2007) en el marco de la trigésimo cuarta edición de la Feria del libro de Buenos Aires, una de las más importantes vitrinas culturales del mundo.

Nuestro país, por cierto, no fue la excepción, considerando que una buena parte de su investigación tiene como objetivo denunciar las políticas económicas impuestas en el mundo entero emulando lo hecho por la junta militar de Augusto Pinochet y los economistas de la escuela de Chicago en el Chile de los setenta, por primera vez en la historia, razón por la cual se nos ha considerado reiteradamente como uno de los primeros laboratorios del neoliberalismo o, mejor dicho, como el primer laboratorio del neoliberalismo, por sobre la Gran Bretaña de la señora Thatcher o los Estados Unidos de Ronald Reagan, quienes supuestamente habrían echado a andar la contrarrevolución conservadora de los ochenta.

Thatcher y Reagan sin duda llevaron a cabo una serie de salvajes políticas destinadas a desmantelar el Estado de Bienestar de sus respectivos países, pero tomando atenta nota del sanguinario experimento chileno, aunque en su caso la sangre vertida no fue la británica ni la estadounidense. O no tan directamente, como en el caso de nuestro país… Para eso estaban las Malvinas y Centroamérica.

Pero la relación de La doctrina del shock con nuestro país no se acaba con este dudoso privilegio, de enormes y terribles consecuencias para el resto del mundo. De hecho, Naomi Klein afirma haber sido inspirada en gran parte por el ex embajador de Chile en Washington, Orlando Letelier, asesinado por medio de una bomba en Washington el año 1976, quien supo vincular desde un comienzo la violencia desencadenada y la nueva reingeniería económica y social que pretendía imponerse contrariando la voluntad popular:


Letelier rechazó la noción a menudo repetida de que la Junta tenía dos proyectos distintos y claramente separados: uno, un atrevido experimento de transformación económica y el otro un malvado sistema de crueles torturas y terror. El ex embajador insistió en que solo había un proyecto, en el que el terror era la herramienta fundamental de la transformación hacia el libre mercado.[1]

Basta echarle un somero vistazo a la cobertura que la ensayista obtuvo por parte de algunos de nuestros principales medios escritos para percatarnos de lo molestas que fueron sus hipótesis e intervenciones para los acérrimos defensores del statu quo.

El ingeniero Axel Christensen, reconocido experto en materias financieras, no tuvo el menor empacho en señalar que Naomi Klein “como economista, es una excelente periodista” y que “quizás [es] algo ingenua en su imagen sobre la historia de Chile de los últimos 40 años” luego de entrevistarla para la revista Qué Pasa, mientras que Harald Beyer, economista y coordinador académico del Centro de Estudios Públicos —uno de los más respetados think thanks de la derecha— sostuvo que su libro “podría haber sido un aporte al debate, pero que se diluye por sus inexactitudes y su falta de rigor intelectual”, opiniones que a estas alturas no debieran sorprendernos en absoluto, dada la magnitud del apego que algunos han llegado a profesarle al modelo neoliberal.

Pero lo de «modelo neoliberal» o «neoliberalismo» no es ciertamente más que un eufemismo para hablar de un viejo conocido de todos nosotros: el capitalismo, pero en una versión aún más salvaje y nociva, extraordinariamente dañina para la mayor parte de la población mundial, pero enormemente beneficiosa para las grandes corporaciones y una mínima parte de la población que contempla con enorme satisfacción el astronómico incremento de sus utilidades, aún en tiempos difíciles. O especialmente en tiempos difíciles, como en el caso de la infortunada Sri Lanka luego del devastador tsunami de 2004. Tal es uno de los sentidos del concepto de «capitalismo del desastre» acuñado por Naomi Klein.

Pese a que la actual crisis económica ha exhumado un concepto hasta hace poco tiempo por completo desaparecido del discurso público, la palabra capitalismo continúa teniendo mala prensa. Por eso es que durante los últimos años ha preferido hablarse de neoliberalismo, un encubridor eufemismo autocomplaciente, pero jamás en conexión con el concepto de shock con el que lo vincula la escritora canadiense. Al menos, jamás en un superventas mundial, como lo es la nueva entrega de Naomi Klein.

¿Cómo iba a relacionarse el neoliberalismo con algo tan horroroso como el shock, una forma extrema de terapia practicada sobre pacientes con problemas mentales con el fin de «restablecer» su equilibrio psíquico? ¡Jamás! El neoliberalismo es nuestra receta para alcanzar la felicidad en la tierra, nuestra esperada panacea, luego de la caída del muro de Berlín y la decepción provocada por la caída de los llamados socialismos reales. Pero la realidad está bastante alejada de eso, aunque es bastante claro que la realidad no es algo que le incumba a los promotores de la ganancia a cualquier costo, sino la etérea perfección de los sistemas cerrados. El hombre concreto carece de completo interés para el neoliberalismo. Sobre todo si dicho hombre no pertenece al selecto club de los más ricos.

Como lo han señalado repetidamente los intelectuales progresistas, el neoliberalismo ha elevado sus preceptos a fundamentalismo, dogmática religión que ha pretendido extender su evangelio a todos los rincones del globo por medio de numerosas instituciones como la ya mencionada Facultad de Economía de la Universidad de Chicago o la siempre bien dispuesta Fundación Ford que, entre otros, financió a numerosos economistas chilenos para que fueran a imponerse de la buena nueva.

Los mandamientos de la nueva religión son particularmente sencillos, aunque revestidos de todo el tecnicismo pseudocientífico de las abstracciones matemáticas: privatización, desregulación del mercado, generosos recortes del gasto público. Tal vez sea por eso que sus acólitos no han parado de reproducirse desde que la patronal decidiera que había que hacer algo con el rumbo que estaba tomando el mundo después del gran cataclismo financiero de 1929, bajo el impulso de hombres como John Maynard Keynes, uno de los máximos arquitectos del orden mundial surgido tras la segunda posguerra.

De acuerdo a férreos defensores del capital como Friedrich Hayek, Arnold Harberger o Milton Friedman, el mercado es perfecto siempre que se lo libere de cualquier «intervención». Es decir, de la participación del Estado. Siempre y cuando, se trate de redistribuir la riqueza entre los ciudadanos, se entiende, porque a la hora de rescatar a los inversionistas en problemas, muchos neoliberales no tienen el menor empacho en prosternarse ante el Estado para solicitar su ayuda. Así ocurrió tras la Gran Depresión de 1929, en Chile a comienzos de los ochenta y hace solo algunas semanas, en directo para todos nosotros, gracias al descarado salvavidas de Bush, finalmente aprobado por el Congreso norteamericano.

De minoritaria y excéntrica escuela económica durante los dos primeros tercios del siglo XX, el neoliberalismo ha devenido pensamiento único, doctrina de la cual nadie puede desviarse a riesgo de quedar marginado de la historia o el desarrollo. Instituciones tales como la Organización Mundial del Comercio, el FMI o el Banco Mundial se encargan de asegurarse que la lección ha sido bien asimilada, bajo la amenaza del estancamiento o la ruina económica. Lo ha sostenido, entre otros, el mismísimo Joseph Stiglitz —ex vicepresidente y economista en jefe del Banco Mundial, además de Premio Nobel en 2001—, en El malestar en la globalización. Dichas instituciones son los guardianes de la nueva fe que un prepotente imperio disfrazado de democracia quiere imponernos a toda costa, por medio de la persuasión o la fuerza en lo que el economista John Williamson no dudó en denominar el «Consenso de Washington». Quienes no acepten las nuevas reglas por las buenas deben hacerlo por las malas.

Ejemplo patente de esto lo constituyen, por supuesto, Irak, tal vez una de las economías más «abiertas» [2] del mundo tras la invasión estadounidense y la Nueva Orleans post Katrina. En ambos lugares se ha implantado el neoliberalismo a base de distintas formas de shock, quedando todo al arbitrio de los privados y, por tanto, del afán de lucro y la especulación desenfrenada. En el primer caso, a partir del shock creado por una invasión basada en la más burda mentira y, en el segundo, aprovechando el desastre ocasionado por la propia naturaleza, generosamente auxiliado por sospechosas manos. Dos tipos de shock íntimamente ligados al complejo del capitalismo del desastre, consolidado de modo definitivo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 gracias a la corrupta administración Bush, decidida a reducir al Estado a su mínima expresión con el fin de entregarle todo el poder a los contratistas privados en ámbitos tradicionalmente considerados como propios del Estado, como el de la educación, las cárceles y la guerra.

A todo esto y mucho más se refiere la comprometida intelectual Naomi Klein en su documentada investigación, un exhaustivo análisis que bien podría tomarse como una suerte de libro negro o “historia secreta de lo que conocemos como ‘libre mercado’”, como lo ha denominado la escritora y activista de origen indio Arundhati Roy. Una historia llena de muerte, mentira y latrocinio, con sus respectivos héroes y disidentes, partidarios y mártires. Una historia que nos habla del continuo aprovechamiento de las experiencias traumáticas para imponer políticas impopulares que de otro modo jamás serían aceptadas sin resistencia, como en el Chile de los setenta, altamente movilizado, o la misma Europa, conciente y orgullosa de las numerosas conquistas sociales adquiridas a lo largo de su historia. A la creación de nuestras realidades individuales y colectivas por medio de la destrucción sistemática del tejido social: Argentina, a fines de los setenta; Indonesia, gracias al generoso garrote del general Suharto [3]; la misma Rusia, tras la disolución de la Unión Soviética, por mencionar solo algunos casos. Y desde que se realizó en Chile, siempre el mismo patrón: violencia sobre la comunidad, estado de shock, imposición de las nuevas políticas neoliberales y las consabidas consecuencias: un lamentable retroceso en la calidad de vida de la mayoría versus los descomunales beneficios de una minoría.

La hipótesis de la conexión entre neoliberalismo y shock, más que escandalosa o inusual, se nos antoja de sentido común luego de ser expuesta en sus más escabrosos detalles por la privilegiada pluma de Naomi Klein en su largo y documentado ensayo. Pero con bastante agudeza se ha dicho por ahí que el sentido común es el menos común de los sentidos, pese a lo que figuras como Bertrand Russell o Noam Chomsky prefieran creer, amparados en una visión altamente esperanzadora de la humanidad, razón por la cual una ayuda adicional jamás está de más a la hora de quitar las innumerables vendas de nuestros ojos.

Desde los siniestros experimentos psiquiátricos financiados por la CIA del doctor Ewen Cameron en la Universidad McGill con el fin de reprogramar a los pacientes, en los cincuenta, hasta los innumerables horrores de Irak, ahora mismo, la historia y naturaleza del ominoso capitalismo del desastre es expuesta y analizada con penetrante agudeza por una conspicua defensora de los derechos humanos a nivel internacional. Con su primer libro No logo (2000), Naomi Klein supo escandalizar al mundo denunciando a las omnipresentes trasnacionales. Ahora vuelve a levantar la voz para desnudar una filosofía elevada a verdad revelada por Milton Friedman y sus secuaces en el mundo entero.

En momentos en que el rapaz capitalismo financiero pareciera resquebrajarse como lo hizo el experimento socialista con la caída del muro de Berlín y es cuestionado desde todos los flancos debido a sus múltiples horrores y falencias, La doctrina del shock se ha transformado en una lectura fascinante, de particular urgencia, imposible de soslayar.


Guillermo Riveros Álvarez


Más información acerca de Naomi Klein y su nuevo libro en www.naomiklein.org



[1] Naomi Klein, La doctrina del shock, El auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2007, p. 138.

[2] Léase «desprotegidas».

[3] Cuyas víctimas oficiales oscilan entre los doscientos cincuenta mil y el millón de personas, de acuerdo con algunas estimaciones.

18 de mayo de 2008

Las amistades peligrosas Novela de Pierre Choderlos de Laclos

Desprecia la amistad, y en su loco delirio,

contando por nada las desgracias y la vergüenza,

no busca vmd. sino placeres y víctimas.

La presidenta de Tourvel a Valmont.


A estas alturas, es muy probable que el barroco nombre de Pierre Ambroise Choderlos de Laclos sea mucho menos significativo para la gran mayoría que el de su obra maestra, Les liaisons dangereuses, con la que el escritor y militar francés soñara algún día conquistar la inmortalidad, mientras se fatigaba en medio de las obligaciones castrenses o proyectaba alguna fortificación en alguno de los numerosos campos de batalla donde debió trabajar a lo largo de su vida.

En honor a la verdad, podemos decir que no anduvo tan lejos de su propósito, puesto que su aristocrática intriga resultó ser no solo una de las mejores obras del galante siglo XVIII sino también una de las mejores y más justificadamente famosas novelas epistolares del mundo entero.

Su merecida difusión en nuestros días se debe, en un grado no despreciable, a la contribución de una serie de realizadores tales como el polémico Roger Vadim, quien hiciera la primera versión fílmica en 1960; Milos Forman, con su Valmont (1989) pero, sobre todo, al extraordinario trabajo del director británico Stephen Frears quien, con su excelente adaptación de 1988, logró que el nombre de la marquesa de Merteuil resonara en el mundo entero, reviviendo el fulminante interés que la novela despertara en la época de su publicación [1].

Protagonizada por un carismático y perturbador John Malkovich y una rotunda Glenn Close en los papeles de Valmont y la marquesa de Merteuil, respectivamente, la cinta de Frears supo cuestionar con fuerza la tradicional afirmación de que una película jamás es tan buena como el libro que la inspiró. Si bien es cierto, Dangerous liaisons se vale de medios por completo distintos a los utilizados por Choderlos de Laclos para lograr sus propósitos, es más que justo afirmar que Frears supo captar a la perfección el espíritu de los personajes y la época, valiéndose de todos los medios audiovisuales a su disposición.

A las excelentes interpretaciones de Malkovich y Close —quienes parecen, efectivamente, robarse la película, en algunas ocasiones—, se añaden las de una bella y huidiza Michelle Pfeiffer, como Madame de Tourvel, y una jovencísima e inexperta Uma Thurman, muchos años antes de que Quentin Tarantino siquiera imaginara convertirla en la musa de sus mediocres pastiches, en el rol de Cecilia de Volanges, mientras que Lord Danceny es encarnado por un desconocido Keanu Reeves, aún incapaz de teletransportarse por medio de un aparato telefónico o hacer lobby en nombre del mismo diablo.

A todas estas adaptaciones cinematográficas puede agregarse la del dramaturgo alemán Heiner Müller, quien hizo lo propio escribiendo su propia versión para las tablas, denominada Cuarteto, estrenada en nuestro país hace algunos con los extraordinarios Alfredo Castro y Delfina Guzmán en los roles protagónicos.

Como lo señaláramos anteriormente, Pierre Ambroise Choderlos de Laclos no solo fue un hombre de pluma sino también uno de armas, disyuntiva tradicional hasta por lo menos bien entrado el siglo XIX.

Nacido en Amiens el 18 de octubre de 1741, en 1760 ingresa en la sección de artillería de la Fére para satisfacer su notoria inclinación por las matemáticas. A sus conocimientos en balística debemos, sin ir más lejos, la invención del obús.

Contrariando el carácter de sus personajes más famosos y su cuestionable legado bélico, sin embargo, Choderlos de Laclos parece haber sido un hombre más bien honesto y progresista que, entre otras cosas, reconoció tempranamente los derechos durante tanto tiempo negados a la mujer. Cuando tenía más de cuarenta años, conoció a Marie-Soulange, que pronto se convertiría en su esposa. Con ella tuvo tres hijos y vivió felizmente hasta el 5 de septiembre de 1803, luego de verse involucrado en una serie de enredos de corte político, habiendo alcanzado el puesto de general de artillería y el honor de conocer y seguir al propio Napoleón Bonaparte, a quien secundó, antes de que se erigiera Emperador. La disentería, sin duda, se lo impidió.

A diferencia de lo que pudiéramos creer en la actualidad, no obstante, Las amistades peligrosas fue solo una de las tantas obras creadas por el genio de Choderlos de Laclos, a quien se consideraba un escritor tan escandaloso y provocativo como Restif de la Bretonne o el propio Marqués de Sade [2]. Choderlos, por su parte, se tenía a sí mismo como un ferviente admirador del ilustrado Jean-Jacques Rousseau. En especial, de su novela La nueva Heloísa, con la que su mentor se había propuesto ilustrar a la juventud de su época.

Fuera de Les liaisons dangereuses, sin embargo, es muy poco lo que se conserva de la producción de Choderlos y, en opinión de los conocedores, de mucho menor calidad, como Ernestine, libreto de una malísima ópera de carácter cómico, representada ante la propia María Antonieta en 1777, y el libelo De l'éducation des femmes (La educación de las mujeres) (1783), ninguno de las cuales tuvo la menor repercusión para nuestro tiempo.

De un modo análogo a lo que hoy ocurre con los libros de Stephen King o Isabel Allende, aunque a una escala muchísimo más reducida, la novela de Choderlos de Laclos alcanzó un deslumbrante éxito entre sus contemporáneos luego de que el editor Durand Neveu pusiera a la venta las cuatro partes de la novela el 23 de marzo de 1782.

Comenzada en la isla de Aix en 1778 y finalmente terminada y publicada en la capital francesa, en 1782, Las amistades peligrosas —a mi juicio, más correctamente traducida como Relaciones peligrosas— es una novela más bien intrincada en términos de argumento y acciones, y extremadamente compleja y prolija en cuanto a la representación de la intimidad y la psicología humanas, de enorme refinamiento y sofisticación.

Los registros de cada personaje, sus voces particulares, están claramente diferenciadas en su escritura, transparentando sus ideas, sentimientos, deseos, engaños, reflexiones y brindando una inmejorable ojeada a la sociedad de la época prerrevolucionaria. Con toda justicia, podría considerarse una verdadera obra polifónica, al modo de la propia música barroca, o dialógica, de acuerdo con la terminología bajtiniana; si bien es cierto, se trataría de una especie de «dialogismo diferido».

La acción de la novela se desencadena cuando la marquesa de Merteuil desafía al altanero Valmont a conquistar a la presidenta de Tourvel, la mujer más virtuosa de la época. Es decir, está planteada como una suerte de desafío o duelo entre dos grandes seductores. Como recompensa, lo premiará entregándose nuevamente a él, como en el pasado. Los episodios constitutivos de la novela no son más que el registro de los avances y retrocesos entre cada uno de ellos, además de sus reflexiones y comentarios, condimentados por las reflexiones y comentarios de los personajes secundarios.

Como en toda novela epistolar, las acciones se nos revelan desfasada, indirectamente, por medio de las cartas que envía cada uno de los protagonistas, es decir, desplazadas en el tiempo y filtradas por diversas sensibilidades e ideologías representadas por una galería de heterogéneos interlocutores, de algún modo construidos en base a un cierto estereotipo: el seductor o seductora, la santurrona, la madre preocupada, la virgen huidiza, el noble caballero. André Malraux [3], sin ir más lejos, llegó a afirmar en su prólogo que los personales de Choderlos de Laclos eran precursores de los personajes creados por autores tales como Dostoyevski, absolutamente concientes de sí mismos y guiados por sus principios, por sus visiones de mundo, lo cual es particularmente evidente en el caso de los grandes manipuladores de la acción: la intrigante marquesa de Merteuil y el libertino vizconde Valmont. Por primera vez en la historia de la literatura, tal vez, los personajes se comportan de acuerdo con lo que piensan, con sus principios, como verdaderos ideólogos.

De la marquesa de Merteuil puede decirse que es una rica viuda ilustrada, de enorme inteligencia y sólida formación autodidacta con una alta apreciación de sí misma que se empeña en poner a prueba la resistencia de todos aquellos con quienes se cruza, ya sean estos doncellas, galanes o señoras de quienes se pretende amiga y confidente, aprovechándose de la confianza que han depositado en ella. Una de sus principales armas es la simulación y la mentira, en todas sus formas. En cuanto a Valmont, puede describírselo como un misógino seductor profesional, libertino consumado, ex amante de la marquesa que va por el mundo conquistando y engañando con un prurito casi deportivo. Para ambos, los seres humanos son como juguetes con los que pasar el tiempo, meras marionetas u objetos sin otro valor que el de satisfacer su curiosidad y sus pasiones. Podría argumentarse que ambos simbolizan la ambición, la vanidad y el deseo sexual, como también la personificación de la denostada «razón instrumental». Poniéndolo en términos maniqueos, podría decirse que Merteuil y Valmont representan una peculiar manifestación del mal.

A ellos se une la recatada y pía presidenta de Tourvel, cuya virtud y amor pretende conquistar Valmont; la ingenua y núbil Cecilia de Volanges, enamorada del igualmente ingenuo y menos dotado económicamente Lord Danceny, y una serie de personajes menores, pero no por eso menos memorables, como la madre de Cecilia o la señora Rosemonde cuya función estriba, básicamente, en brindar un fondo sobre el cual puedan desplegarse las acciones o pensamientos de los personajes principales.

Si bien es cierto la intención satírica no es del todo evidente, como en el caso de otras obras tales como Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, o Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, Las amistades peligrosas puede sin lugar a dudas ser considerada como una despiadada sátira de las costumbres de la decadente y depravada aristocracia de la época contra la que arremeterían, solo algunos años más tarde, los jacobinos franceses, entre los que el propio Choderlos se contaba.

Pese a la enorme cantidad de años y el estilo en que fue escrita, la novela de Choderlos de Laclos no ha perdido en absoluto su vigencia ni la capacidad para seducir nuestra imaginación y halagar nuestra inteligencia, como lo demuestra la gran cantidad de veces en que se la ha resucitado o parafraseado por distintos medios, con resultados por completo disímiles [4].

Pocas veces, sin duda, se tiene la suerte de contar con una obra tan bien estructurada y atenta a cada uno de los detalles, las inflexiones de la voluntad y sensibilidad humana, los diversos tonos de la emoción. Pocas veces un libro logra despertar tantos placeres, descubrimientos y elogios de un modo tan unánime, despertando el fervor de escritores tan disímiles como el mismo Malraux, Jorge Luis Borges o Pierre Jacomet. Ciertamente, Las amistades peligrosas es una novela exquisita, deliciosa, perversamente cautivadora que deleitará a todos los atentos observadores de la heterogénea condición humana capaces de apreciar el refinamiento incluso en el mal o, mejor dicho, especialmente en el mal.


Guillermo Riveros Álvarez



[1] Dangerous Liaisons, de hecho, obtuvo numerosos premios y nominaciones, a nivel internacional. Entre ellos, el Óscar a la mejor dirección de arte, diseño de vestuario y guión adaptado, y las nominaciones de Glenn Close y Michelle Pfeiffer a la categorías de mejor actriz en un rol principal y secundario, respectivamente; el César a la mejor cinta extranjera en Francia y el premio de la Academia Británica como mejor actriz para Glenn Close y guión adaptado para Christopher Hampton, aparte de un premio Bodil como mejor película «no europea» en Dinamarca.

[2] Aristocrático escritor francés de alto contenido filosófico y pornográfico. Autor, entre otras tantas obras, de Las ciento veinte jornadas de Sodoma o La escuela del libertinaje (1785), Justine o los infortunios de la virtud (1788), y La filosofía en el tocador (1795).

[3] Novelista francés, autor de La condición humana (1933) y La espera (1938), aparte de aventurero y Ministro de Cultura bajo el gobierno de Charles De Gaulle.

[4] Siendo el peor de ellos, a mi entender, la cinta Cruel intentions (1999), dirigida por Roger Kumble y protagonizada por Ryan Phillipe y Sarah Michelle Gellar, un verdadero bodrio por donde quiera que se lo mire, únicamente rescatable por algunos temas de su banda sonora. Uno de los casos más patentes, la canción «This love», de Craig Armstrong y Jerry Burns, e interpretado por Elisabeth Fraser, con que concluye.


6 de febrero de 2008

Confesiones de un chef. Memorias de Anthony Bourdain: chef, escritor y viajero.


I travel, I write, I eat and I’m hungry for more.


Mi primer contacto con Anthony Bourdain tuvo lugar hace algún tiempo a través de la televisión, ya no sé si debido a la recomendación de algún idealista camarada cocinero o al puro azar. Lo cierto es que en algún momento sintonicé el canal correcto a la hora correcta, y me quedé gratamente cautivo observando al larguirucho cocinero y escritor contorsionarse avergonzadamente bajo los ágiles brazos de un experto masajista, recibiendo el firme puñetazo de un joven boxeador profesional o sencillamente departiendo con algún lugareño de Moscú, la Toscana o Puerto Rico, y después volví por más, como él mismo lo propone, con todo el entusiasmo del mundo, sin defraudarme. ¿El programa? Anthony Bourdain: Sin reservas (Anthony Bourdain: No reservations), transmitido por el canal Travel & Living.

Una de las razones por las que decidí volver a verlo, fuera de mi propio interés en los viajes y la comida, fue el innegable carisma de Bourdain. Su carácter es, en efecto, una seductora mezcla de honestidad, desplante, elegancia, cinismo y timidez. Como todo viajero que se ha paseado por el mundo, o una parte importante del mismo, observando atentamente cada detalle, y viviendo con intensidad cada momento, este afamado prodigio de la cocina nacido en Nueva York el 25 de junio de 1956 atesora innumerables historias y sabe contarlas bien, con particular gracia y economía. Su humor —habitualmente relajado, aunque no desprovisto de cierta acidez ocasional—, es capaz de alcanzar ribetes particularmente dadaístas en algunas oportunidades, lo que en absoluto atenta contra la buena disposición con que acomete cada nueva aventura y supera cada dificultad, o la soltura y firme determinación con que se desplaza por una y otra ciudad en busca de un sabor genuino, puro, carente de las ínfulas de otras figuras semejantes, a quienes no pierde oportunidad para criticar abierta o veladamente, cada vez que puede, con encantador sarcasmo.

Otra razón, no menos importante, se relaciona con el hecho de que Bourdain sea mucho más que otro anfitrión turístico con la cabeza directamente conectada al vientre, puesto que también es escritor. Un buen escritor… Lo comprobé hace muy poco, luego de deleitarme con uno de sus más populares títulos: Confesiones de un chef (Kitchen confidential), una verdadera, fascinante Bildungsroman[1] con que apuntaló su fama mundial a partir del año 2000, que me trajo a la memoria los encantadores efluvios de otros libros provistos de una frescura y un vitalismo semejante, como los de Henry Miller o algunas novelas de la generación beat, a las que sin duda debe tanto en términos existenciales como literarios.

Tal como el autor de Trópico de Capricornio, una de las cosas que mejor sabe transmitir Bourdain es el entusiasmo por la vida, por el trabajo bien hecho, por el sabor original de las cosas. Bourdain se reconoce profundamente sibarita, hedonista, un perpetuo buscador de diversos placeres, algo que supongo todos compartimos en mayor o menor medida. Pero ya no se trata de un hedonismo frenéticamente autodestructivo, como el de su alocada juventud, sino de un nuevo talante, más sosegado, aunque no por eso menos lúcido, que lo lleva a reconocer en cada persona con la que se encuentra a un semejante con quien compartir una buena charla, a quien solicitar su guía.

Entre otras aversiones, Bourdain manifiesta su más absoluto desprecio tanto por la comida chatarra como por los vegetarianos y toda suerte de fundamentalistas de la comida, incapaces de apreciar la belleza y profundidad de un buen pedazo de cerdo o una porción de médula: “La vida sin chuletas de ternera, grasa de cerdo, chorizos, carne orgánica, demi-glacé o queso apestoso no merece ser vivida”[2]. Es, en gran parte, un soberbio propagandista de lo «políticamente incorrecto» en términos de salud y nutrición. En algún capítulo comentó, a modo de broma, que luego de comprobar en Google si Keith Richards[3] seguía con vida, sentía que su forma de ser estaba confirmada y que no tenía necesidad de cambiarla. Su concepto de un plato perfecto tiene más relación con la honestidad, el afecto y la calidad de los ingredientes empleados que con el artificio y la pretensión que caracteriza a tantos otros chefs. De ahí la violencia de sus ataques contra tantos consagrados. Famosa es, de hecho, su polémica con el pretencioso vanguardista catalán Ferrán Adrià, pseudónimo de Manuel de los Hoyos Pintado.

Kitchen confidential: Adventures in the Culinary Underbelly (2000), publicado originalmente por Bloomsbury en Nueva York y traducido como Confesiones de un chef: Aventuras en el trasfondo de la cocina es uno de los tantos libros de «no ficción» escritos por Anthony Bourdain hasta la fecha. Tal vez, el más leído, a nivel mundial, siendo adaptado a la televisión en 2005, por la cadena FOX. Junto a él hallamos otros títulos tales como A Cook's Tour (2001) y Anthony Bourdain's Les Halles Cookbook (2004), acerca de sus viajes y platos preferidos, como también algunas novelas: Bone in the Throat (1995), Gone Bamboo (1997) y Bobby Gold Stories (2001), parte de las cuales también han sido traducidas al castellano. Adicionalmente, Bourdain es un colaborador habitual de la revista Food Arts y de algunos blogs[4].

Como una buena «novela de formación», el itinerario propuesto por Bourdain en Confesiones… se inicia en su infancia, con la primera epifanía gastronómica, aquel día en que, rumbo a Francia en el Queen Mary junto a su familia, probó una sopa fría llamada Vichyssoise que despertó sus adormecidos sentidos y curiosidad culinaria, experiencia reforzada más tarde con la primera ostra fresca depositada en sus hasta entonces inmaculadas manos por Monsieur Saint-Jour, un acontecimiento incluso más satisfactorio que la pérdida de la virginidad —de acuerdo con sus propias palabras—, hasta llegar a la actualidad, cuando tiene su propio show de televisión, regenta varios restaurants, ha publicado numerosos libros y se lo reconoce como uno de los mejores chefs a nivel mundial, pese a que las malas lenguas sostengan que es mejor escritor que cocinero, lo que puede deberse, al menos en parte, a su brutal forma de exponer algunas realidades del oficio. Es decir, un recorrido que va desde el anonimato y la ignorancia como lavaplatos y pinche hasta el éxito y el reconocimiento por el duro trabajo realizado en numerosos lugares, tales como el Rainbow Room del Rockefeller Center, el Work Progress o el Supper Club, y su paso por prestigiosas instituciones como el Vassar College o el CIA (Culinary Institute of America).

Pero el viaje de la consagración no es en absoluto una línea recta sino, más bien, un sendero accidentado, tortuoso, poblado de desvíos, tentaciones y peligrosas trampas, para no mencionar uno que otro fracaso en un rubro particularmente proclive a la ruina.

Como en la biografía de todo rockstar que se precie, las adicciones y los excesos siempre han estado a la orden del día en la vida de Anthony Bourdain y sus compañeros de viaje, algo propio de una generación nacida en la abundancia posterior a la Segunda Guerra: las múltiples drogas experimentales de la juventud, el doble paquete de cigarrillos de la adultez, los heterogéneos sabores de toda la vida. El catálogo de las sustancias ingeridas, efectivamente, no tiene nada que envidiarle a ciertos pasajes de William Burroughs: “hierba, metanol, cocaína, LSD, hongos psilocibes remojados en miel para endulzar, seconal, tuinal, anfetaminas, codeína, y, cada vez más, heroína”[5]. Entre otras cosas, tal vez no sea del todo ocioso recordar que Bourdain ganó parte de su fama comiendo una serie de manjares particularmente cuestionables en televisión, como el palpitante corazón de una cobra en Vietnam, el recto de un jabalí en Namibia o los testículos de un cordero en Marruecos, antes de que Andrew Zimmern, uno de sus colegas, transformara la propensión a meterse diversas sustancias extravagantes en la boca en un arte permanente para ganarse la vida en el programa Comidas exóticas (Bizarre Foods), también transmitido por Travel & Living.

A lo largo de casi cuatrocientas páginas cargadas de chispeantes anécdotas, sabores y olores diversos, Anthony Bourdain se empeña en convencernos de que los cocineros forman una suerte de excéntrica casta aparte o tribu ajena al mundo de todos, el mundo de los satisfechos asalariados de horario y sueldo fijo… Y, en gran medida, lo consigue, haciéndonos olvidar la ordenada imagen que ingenuamente hubiéramos podido crearnos de un maestro de cocina. Como ya lo sugerimos, él mismo tiene mucho más de rockstar que de chef, aunque con menos engreimiento y mucha más educación, lo que no es en absoluto casual, sino el producto de largos años de entrenamiento bajo la influencia de bandas como Los Ramones o Sex Pistols. Es, al mismo tiempo, un perfecto estadounidense promedio, que disfruta viendo un partido de los Yankees con una cerveza entibiándose en la mano, y un caballero refinado, de ascendencia y sólida formación francesa, al que le gusta retratarse como un marginal o un inadaptado.

Por razones prácticas, anteriormente he definido a Confesiones de un chef como un libro de memorias, lo que es efectivamente cierto pero no del todo exacto aunque lo autobiográfico constituya el elemento primordial que vehicula todo lo demás. Su naturaleza es, de hecho, mucho más dispersa, heterogénea, múltiple, pese a contar con todos los ingredientes de una memorable biografía: un estilo ágil, divertido, chispeante; una particular mirada sobre el mundo y los hombres, una sustanciosa batería de sabrosas anécdotas y pintorescos personajes —locos, drogadictos, estafadores, maniáticos—, una serie de reflexiones y consejos acerca de la vida y el oficio, etc. Pero fuera del aspecto biográfico, Confesiones... incluye una serie de capítulos misceláneos, entre los que se cuentan, a modo de ejemplo, «Cocinar como los profesionales», «Un día en la vida del chef» o «El nivel del discurso», donde Bourdain nos enseña cómo poner a punto una cocina, comparte con nosotros las innumerables tareas de un ajetreado día en la Brasserie Les Halles —uno de los restaurantes que tiene a su cargo, donde tuve el verdadero privilegio de cenar hace algunas semanas—, o bien, nos instruye acerca del “verdadero lenguaje internacional de la cocina”. En suma, un libro suculento, divertido y abigarrado que espero sea capaz de abrirnos tanto el apetito por la comida en toda su extensión y complejidad, como por la variada obra de un personaje extraordinario, talentoso, absolutamente encantador.

Confesiones de un chef: un plato fuerte para degustar, sin ningún tipo de reservas.


Guillermo Riveros Álvarez



[1] Bildungsroman es el nombre que recibe la así llamada «novela de formación» o «novela de educación» que nos permite ser testigos del proceso de crecimiento y formación intelectual, moral o sentimental de un personaje, aunque en este caso el personaje es el mismo Anthony Bourdain. Algunos ejemplos famosos lo constituyen el Wilhem Meister de Goethe, La educación sentimental de Gustave Flaubert, Demian de Hermann Hesse o una buena parte de los libros de Henry Miller.

[2] Anthony Bourdain, Confesiones de un chef: Aventuras en el trasfondo de la cocina, trad. de Carmen Aguilar, RBA, Barcelona, 2005, p. 92-3.

[3] Legendario guitarrista y compositor de los Rolling Stones.

[5] Bourdain, op. cit., p. 163.