Lo que das, te lo das; lo que no das, te lo quitas.
Hay hombres singulares, cuya vida pareciera tener un sentido superior a la de todos nosotros, hombres capaces de iluminarnos, de señalar un camino a seguir, verdaderos líderes, inefables maestros. El siglo XIX acuñó el concepto de «genio» para semejantes hombres. Un concepto polémico, indudablemente, pero que aun hoy en día es capaz de sugerir un sentido para nosotros. Sin temor a equivocarme, creo que Alejandro Jodorowsky es uno de aquellos hombres. Lo sostuve hace un tiempo atrás [1], y vuelvo a hacerlo ahora, con redoblada intensidad. Lo excelente debe ser exaltado, no únicamente lo deficiente. Eso es demasiado fácil. Todos somos expertos a la hora de criticar y avaros a la hora de reconocer los méritos ajenos, lo que me parece uno de nuestros defectos más detestables. Dudo mucho que hoy, en el mundo, existan muchos hombres como Jodorowsky, como si se tratara de un superviviente de una antigua estirpe, hoy en vías de extinción. Suele invadirme la horrorosa sospecha de que nos volvemos cada día un poco más tontos, ignorantes y manipulables por una serie de sutiles y no tan sutiles mecanismos que la misma sociedad pone a nuestra disposición, con el supuesto fin de liberarnos o satisfacer nuestras genuinas necesidades. Karl Marx, otro gran hombre del siglo XIX, habló de la progresiva «alienación» del hombre en el sistema capitalista y algo parecido sostuvieron los oscuros héroes de la primera Escuela de Frankfurt, llevando a cabo un descarnado análisis de los engendros propios de una sociedad de masas. Yo concuerdo plenamente, por más duro que esto suene a nuestros delicados oídos posmodernos. A muchos, sin duda alguna, les conviene que permanezcamos sumergidos bajo diversas ilusiones, es decir, «alienados», ciegos a nuestras verdaderas posibilidades, para así dominarnos mejor: los hombres que saben de lo que son capaces pueden llegar a ser temibles. Acaso sea por eso que a Jodorowsky le encante el concepto de «iluminación». Para Jodorowsky, el arte, si no sana, no tiene sentido. Y tomar conciencia de nuestros problemas es sin duda un comienzo en el proceso de la curación. No deja de ser un objetivo particularmente ambicioso, aunque también loable para una actividad considerada más bien inútil y supernumeraria para una gran parte de la población. El creador de La montaña sagrada parece haberlo logrado en una medida nada despreciable por medio de una serie de actividades y experiencias, como sus filmes, libros, lecturas de tarot y otras terapias de índole alternativa, como la psicomagia o los masajes y estiramientos de la piel. A Jodorowsky le incomodan los caminos tradicionales, las verdades prefabricadas, el prurito occidental de despreciar la intuición y el inconciente, lo que se presta con demasiada facilidad a verse reducido a una fórmula matemática de rápida aplicación. Con sostenido esfuerzo, paciencia y obstinación, ha creado sus propias verdades, sus propios valores, realizando una asombrosa síntesis a partir de una multitud de saberes heterogéneos. Hoy en día se lo admira tanto aquí como en Francia o México, donde vivió varios años. No es para menos. Su creatividad es asombrosa; su capacidad de trabajo, inagotable; su carisma, imposible de refutar. Hace algunos meses dio una charla en el Teatro Caupolicán. Habló durante más de dos horas, sin parar, acerca de sus descubrimientos y experiencias frente a un público completamente subyugado. Yo me encontraba ahí y puedo dar fe de ello. Todo en la vida de este creador de ascendencia judío-ucraniana nacido en Tocopilla parece material de novela. Lo sabe y se ha propuesto compartirlo con nosotros de un modo directa o indirectamente literario. La danza de la realidad (Siruela, 2001) fue una de las primeras tentativas de compartir su biografía con nosotros. A mi juicio, lo consiguió de un modo rotundo. Es un libro precioso, alucinante, cuyas evocaciones se apoderan rápidamente de nuestra imaginación. Allí se encuentra su difícil infancia en el norte, el descubrimiento del teatro y la poesía, más tarde, junto a Enrique Lihn y Stella Díaz, las primeras indagaciones en el ámbito artístico y terapéutico, y la definitiva consagración, aparte de una de las primeras formulaciones acerca de la psicomagia. Por mi parte, ya lo he leído tres veces y siempre vuelvo a disfrutarlo, descubriendo nuevos aspectos que antes había descuidado, deleitándome con cada uno de los detalles de un asombroso itinerario vital. El maestro y las magas (Siruela, 2004), puede ser contemplado, en gran medida, como una continuación de ese intento. No obstante, en El maestro…las experiencias no se hilvanan de un modo por completo cronológico, lineal. Por el contrario, se articulan en torno a una serie de figuras que han desempeñado un papel clave en el desarrollo del propio Jodorowsky. Principalmente, figuras femeninas, como la pintora surrealista Leonora Carrington, Reyna D’Assia, hija del filósofo ocultista ruso Gurdjieff, la turbulenta Tigresa, o bien, nuestra querida Violeta Parra, cuando cantaba en París. El maestro aludido en el título no es otro que el maestro zen Ejo Takata, a quien Jodorowsky siempre dedicó un profundo afecto reverencial, como si hubiera usurpado el lugar que le correspondía a su propio padre biológico, Jaime, con quien Jodorowsky siempre tuvo relaciones marcadas por la violencia y el rencor. Nuevamente, innumerables imágenes y aventuras se adueñan de nuestra mente, con la irresistible fuerza de lo cinematográfico y la admirable habilidad de quien sabe encontrar un tesoro perdido en cada rincón y una enseñanza en cada mínimo detalle, como la historia de los furtivos cazadores de luciérnagas, la casi violación de Alejandro a manos de un grupo de desenfrenados sodomitas o la extrañísima iniciación a que se ve sometido con la prodigiosa Reyna D’Assia. Sin temor a exagerar, me atrevería afirmar que todas o al menos una buena parte de las aventuras que Jodorowsky comparte con nosotros en El maestro…encierran alguna iniciación, alguna enseñanza, al modo de los koans [2] que él mismo se ve desafiado a descifrar durante su entrenamiento espiritual bajo el magisterio de Takata. Ese es el hombre a que me refiero. Un hombre que sabe a un mismo tiempo fascinarnos con sus averiguaciones y empujarnos a emprender las propias con la suficiente humildad y confianza como para reconocer que no hay nada que no podamos saber o crear, si realmente nos proponemos conseguirlo. ¿Quién mejor que el propio Jodorowsky para confirmarlo?
Guillermo Riveros Álvarez
[1] En la reseña de la autobiografía La danza de la realidad de Alejandro Jodorowsky. Sindinoticias no. 29, año 5. Santiago: abril de 2004, también disponible en la red: www.stcla.cl/2004-8.html y nosolodelanviveeltripulante.blogspot.com/2008/10/la-danza-de-la-realidad-autobiografa-de.html.
[2] Según Jodorowsky, “un koan es una pregunta que el maestro zen plantea al discípulo para que la medite, analice y luego dé una respuesta. Este enigma es en esencia absurdo, imposible de contestar de manera lógica. Y precisamente ésa es su finalidad: hacer que nuestro punto de vista individual se abra a lo universal, que comprendamos que el intelecto –palabras, palabras, palabras- no sirve como respuesta…” (El maestro y las magas, p. 21).