18 de marzo de 2006

La sepultura sin sosiego. Ensayo de Cyril Connolly. Mitos de bolsillo, Mondadori, Barcelona, 2000.


...una iniciación, un descenso a los infiernos, una purificación y una cura.

A Cyril Connolly (1903 – 1974), uno de los mayores ensayistas y críticos literarios de nuestro tiempo, autor entre otras cosas de las novela The rock pool y responsable de la prestigiosa revista Horizon, “un refugio para la mejor literatura de la que su época fuera capaz”[1], siempre lo acompañó una persistente sensación de fracaso, de oscuro pesimismo existencial. Entre otras cosas, creía —equivocadamente, por cierto, como lo sabemos ahora— que solo se lo recordaría “por haber ido al colegio con George Orwell y a la universidad con Evelyn Waugh”[2]; en ningún caso por sus evidentes méritos literarios.

En efecto, Connolly siempre quiso ser poeta y novelista y escribir una verdadera obra maestra con la cual perdurar en la memoria de los hombres, pero terminó ahogándose en el corrosivo piélago de sus propias inseguridades, probablemente por no sentirse a la altura de sus admirados modelos: Horacio, Virgilio, Pascal, Montaigne, Hemingway, T. S. Eliot, entre muchos otros. Sin embargo, nos dejó páginas y libros memorables, llenos de una asombrosa penetración y profundidad que, pese a destilar muchas veces el peligroso veneno del desencanto o escepticismo más tremebundo, constituyen, al mismo tiempo, la contrapartida luminosa y terapéutica por medio de la cual él mismo fue capaz de sanarse y redimirse, o al menos intentarlo, poniendo sobre el papel cada una de sus preocupaciones y anhelos más arraigados, de un modo muchas veces crudo y descarnado, pero, al mismo tiempo, valeroso. Nunca es fácil exponerse; menos aún cuando las heridas siguen abiertas.

Tal es el caso de La sepultura sin sosiego[3], publicado en 1944: un extraño y fascinante testamento literario y vital, mezcla de ensayo, diario intermitente, novela, collage y autobiografía, donde Connolly despliega sin falsos pudores la pesada artillería de su abrumadora cultura, perdidamente francófila, dando muestras de uno de los humores más negros que pueda encontrarse a lo largo y ancho de la historia de la literatura universal, aunque también, de un exquisito gusto y una elevada sensibilidad tanto para la poesía como para los sencillos placeres cotidianos, tales como pasear por las calles de alguna ciudad favorita, el crudo gozo obtenido a partir de la degustación de ciertas frutas o el usufructo de “un árbol grande y umbrío en verano, un césped; una colina arbolada detrás y un río a sus pies, un jardín abrigado y recogido, generoso en higueras y nectarinas y, en un rincón de la tapia, un belvedere repleto de libros, como aquel de Montaigne, brujo del círculo mágico” (48)[4].

Fue definido por el mismo Connolly como "un libro de guerra". Nada más apropiado. Fue, de hecho, compuesto cerca de los cuarenta años, "sombrío aniversario para el hedonista" (34), en medio de los terribles años de la Segunda Guerra, mientras las bombas de la Luftwaffe encandilaban y hacían temblar las noches londinenses, luego de ser abandonado por su primera mujer, la estadounidense Jean Bakewell, tras siete años de matrimonio, circunstancia que lo sumió en una profunda depresión y terminó tiñendo de modo irreversible su visión acerca del amor y las mujeres, y la vanidad de todas las empresas mundanas.

“Las rupturas más trágicas son las de aquellas parejas que contrajeron matrimonio de jóvenes y que han disfrutado de siete años de felicidad, tras lo cual estallan los fuegos almacenados de la pasión y la independencia... y sin siquiera saber por qué, dado que uno y otro siguen amándose, emprenden su común destrucción” (32). O bien: “En el cálido mar de la experiencia flotamos a la deriva como el plancton, nos absorbemos por amor o nos evitamos por odio los unos a los otros, o bien somos evitados o absorbidos, devorados y devoradores. Sin embargo, no somos más libres que las células de una planta o los microbios que contiene una gota de agua, ya que nos entrelaza unos con otros el continuo tironear de la soga que sostienen, en un pulso interminable, el futuro y el pasado” (88).

Utilizando como heterónimo a Palinuro, piloto de Eneas en La Eneida de Virgilio, asesinado “en la costa cercana a Velia, donde los crueles habitantes del lugar le dieron muerte para despojarle de sus vestiduras” (11), dejando su cadáver insepulto en la ribera, acaso como un símbolo de su propio hundimiento, Connolly se sumerge en un verdadero viaje de exploración por su propia mente y su memoria, para extraer de ella todo lo que merezca la pena ser recordado, no importando si se trata de pensamientos ajenos o propios, con el no menor aunque tal vez inconsciente propósito de perpetuar su propia existencia, gustos, inclinaciones y pensamientos como su verdadera obra de arte, un poco al modo de los Ensayos de Montaigne o los Pensamientos de Pascal.

Desde el amor y el matrimonio o la amistad y la felicidad hasta la muerte y la insustancialidad de los proyectos humanos —temas obligatorios en todo moralista que se precie de tal—, pasando por los lémures, su animal favorito, las calles de París o de Londres, donde vivió buena parte de su vida, y su indudable admiración por una serie de escritores e intelectuales europeos, principalmente, una apreciable sección del interés humanista es alcanzada por su evocativa y elocuente palabra, teñida a veces de melancolía, encono o tristeza, pero pletórica de resonancias e interés artístico y humano.

No debe creerse, sin embargo, que La sepultura... constituye algo así como un «manual para suicidas» ni nada semejante, aunque ya sepamos por Freud, traído a colación por el mismo Connolly, que “los tormentos que se infligen a sí mismos los melancólicos (...) significan una gratificación de las tendencias sádicas y del odio, habida cuenta que unas u otro tienen relación con un objeto y que de esta manera se han enroscado en torno del yo” (93). Por el contrario, creo que en él debe observarse algo así como la sugerencia de un camino para la liberación o, al menos, la mitigación del dolor moral, por medio del íntimo ejercicio, en cierto modo ascético, de reencontrarse a sí mismo en el seno de una gran tradición de pensamiento que hermana a heterogéneos y no tan heterogéneos autores de épocas diversas en torno a una serie de constantes difíciles de eludir para cualquier hombre que se proponga contemplar la existencia con los ojos bien abiertos y una decidida voluntad de desentrañar al menos una pequeña parte de la verdad. Después de todo, el propósito del libro se encuentra explícitamente señalado en la introducción: “Toda tristeza, una vez transmitida al pensamiento, puede curarse a través del entendimiento” (18).

Somos nosotros los llamados a comprobar cuán cierta sea esta afirmación, emprendiendo este anunciado descenso a las profundidades de nuestro corazón de la mano de este oscuro pero lúcido guía. En una de esas, tenemos la posibilidad de juzgar en qué medida el viejo Connolly ha logrado salvarse del fuego o el olvido para auxiliarnos en el ondulante camino de la existencia y, de este modo, deliberar si en verdad pudo construir la obra maestra con la que siempre estuvo obsesionado en base a una “colección de fragmentos escogidos con esnobismo «extranjerizante», y enmascarada en forma de libro” (13), de acuerdo a uno de sus críticos. Supongo que sabremos comportarnos con mayor indulgencia que sus adversarios, habiendo sido el peor de todos ellos, por cierto, el propio Connolly, demasiado conciente de sus propias limitaciones como para convencerse de su propia genialidad. Pero esto, claro, deberemos comprobarlo por cuenta propia, adentrándonos sin miedo entre las terribles pero inolvidables páginas de un libro único en su especie. No me cabe la menor duda de que el esfuerzo será ampliamente recompensado.

Guillermo Riveros Álvarez



[1] Connolly, Cyril: Obra Selecta. Lumen. Ensayo. Barcelona, noviembre de 2005, pág. 17.

[2] Connolly: op. cit., pág. 9.

[3] The unquiet grave, también conocida como La tumba inquieta de acuerdo a la versión incluida en la Obra Selecta de Cyril Connolly anteriormente citada.

[4] De aquí en adelante se indicará entre paréntesis la página correspondiente a la cita tomada de La sepultura sin sosiego en la edición utilizada para llevar a cabo esta reseña.