28 de febrero de 2006

Wolfgang Amadeus Mozart. Apuntes sobre la vida y obra de un genio de la música.


In memoriam Luis Reyes: artista, mentor y amigo.


Todos los caminos han conducido, conducen y conducirán a Mozart durante este año 2006. El 27 de enero pasado, en efecto, se cumplieron 250 años desde que naciera uno de los más grandes artistas que la humanidad haya tenido la oportunidad de conocer. El riesgo de trivialización, endiosamiento e interesada tergiversación estará a la vuelta de la esquina, como en todo aniversario importante de alguna figura destacada. Y aunque, por lo general, soy enemigo de las modas, no quiero sustraerme a esta marea entusiasta para dedicarle algunas palabras al autor de Don Giovanni o el sublime Requiem en Rem, K. 626 con el fin de suscitar entre los aún numerosos profanos aunque sea una pequeña dosis de curiosidad o interés hacia la vida y obra de un hombre excepcional en cuanto a logros artísticos, profundamente sintonizado con los mejores ideales, visiones y sentimientos de su época[1] —los ideales del progreso, de la fraternidad y la justicia universal—, aunque también con sus pequeños vicios y debilidades, como su falta de sentido para los asuntos de índole doméstica, su carácter algo indisciplinado y gregario, su aparente afición por las bromas pesadas y el humor de grueso calibre[2]. Después de todo, Joannes Chrisostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, más conocido para nosotros como Wolfgang Amadeus Mozart era, increíblemente, solo un hombre, aunque no falten los científicos que se empeñen en analizar su pretendido cerebro para descubrir alguna particularidad que pudiera sugerir lo contrario o explicar en parte el hermético misterio de un prodigio creativo semejante, capaz de engendrar en apenas treinta años —esto es, desde los seis hasta los treinta y seis—, un total de más de seiscientas composiciones, que cubren todos los géneros conocidos hasta la época, entre las que se destaca una enorme cantidad de obras maestras de la música instrumental y operística de todos los tiempos. Pero ya sabemos que el registro de lo que un hombre puede hacer es sin duda alguna más amplio de lo que nuestra imaginación pueda concebir o tolerar.

De cualquier modo, no quisiera pecar de mozartiano de última hora, porque nunca lo he sido, ni lo soy ahora, aunque disfrute de modo creciente con cada una de sus creaciones. Hasta hace algunos años, sin ir más lejos, me parecía que la música de Mozart era frívola y superficial; un comentario, sin duda, frívolo y superficial, desde todo punto de vista injusto e ignorante de mi parte. Con toda claridad, recuerdo cómo uno de mis profesores más queridos, mozartiano hasta el tuétano, me dijo que algún día lograría descifrar los secretos de su arte, una vez lograra abrirme paso a través de las brumas mitológicas que Richard Wagner había desplegado hábilmente sobre mis ojos durante mi adolescencia, mientras caminábamos por calle República paseando a sus perros, o bien, antes de sentarse ante el piano de media cola que dominaba buena parte de su sala para interpretar, presa de un contagioso entusiasmo, los primeros compases de la Sonata No. 16, con la que solía amenizar buena parte de mis visitas a su casa. Mi inclinación quedaba de este modo rotulada bajo ese dudoso prestigio, teñido por su anterior usufructo nacionalsocialista. Yo era, para mi profesor, sin habérmelo propuesto concientemente, un joven wagneriano, lo que en otras épocas hubiera desencadenado toda suerte de suspicacias.

No obstante, me distancié paulatinamente del aparatoso Wagner, conocí y amé apasionadamente a Johann Sebastian Bach, Debussy, Bartók y luego a Beethoven, y quedé preso entre las redes de este último, a un punto que dudo pueda desandar a estas alturas. Pero supongo que tampoco se trata de tomar partido por unos en contra de otros, como en política u otros temas, sino de abarcar la mayor cantidad de comprensión, gozo y belleza posible, tanto en esta como en las demás disciplinas artísticas y ámbitos de nuestra vida. No debemos empobrecernos deliberadamente, sino todo lo contrario. Pero eso solo se comprende con el tiempo y ya ha pasado bastante desde aquella pueril intransigencia. Demasiado, tal vez, porque Luis Reyes ha muerto en trágicas circunstancias y ya no podré decirle que finalmente he logrado acercarme a su amado dios tutelar; que, de algún modo, acaso imperceptible, he crecido, al menos en lo que incumbe a mi tolerancia musical... Pero bueno, tampoco deseo volverme sentimental ni perder el punto que me había propuesto, ambiciosamente, tratar en esta oportunidad.

Nacido en el seno de una típica familia alemana de origen católico el 27 de enero de 1756 en la ciudad de Salzburgo, Wolfgang Amadeus Mozart desarrolló a tempranísima edad un increíble sentido y talento interpretativo que lo convirtió, al igual que su hermana mayor, Maria Anna, más conocida como Nannerl, en un itinerante fenómeno de taquilla; lo que hasta el día de hoy no dudamos en rotular como «niño prodigio».

Junto a Nannerl y su familia, tuvo la oportunidad de recorrer centenares de salones e iglesias en más de doscientas ciudades europeas hasta bien entrada la pubertad para tocar frente a toda clase de aristócratas y gobernantes, como la emperatriz María Teresa de Austria o el mismísimo Goethe, que a la sazón era solo un adolescente, bajo la atenta supervisión de su padre, el también intérprete, tratadista, compositor y Kapellmeister[3] auxiliar de la corte archiepiscopal de Salzburgo, Leopold Mozart, a quien se ha acusado algo injustamente de abusar del talento de su hijo. Hay suficientes pruebas documentales de que Leopold se comportó de modo sistemático como un padre interesado y afectuoso, aunque un tanto severo, con el despreocupado Wolfgang, llenándolo de buenos consejos, orientados en gran parte hacia la formación de su carácter y la vida práctica, que éste solía desconocer debido a la ingenuidad con que solía entregarse a las personas y a la vida misma, aunque es cierto de que pudo someterlo a las presiones de una infancia por completo fuera de lo común, afectando de este modo el ulterior desarrollo de la personalidad de su hijo. En efecto, el deslumbrante vástago pasó fuera de su casa catorce de sus treinta y seis años de edad y, más tarde, cuando estuvo casado, fue incapaz de asentarse por largo tiempo en un mismo lugar, al punto de que cambió de domicilio "once veces en nueve años"[4].

Comenzó a tocar el piano cuando apenas contaba con tres años. A los cuatro, podía detectar con facilidad una desafinación de cuarto de tono en los violines de los músicos mayores debido a la perfección y delicadeza de su oído; a los cinco, ya se había convertido en un notable intérprete y, a los seis años, comenzó a componer. Podía tocar con los ojos vendados o el teclado cubierto por un lienzo, leer a primera vista cualquier partitura que le pusieran a la vista sin ningún tipo de dificultad, armonizar melodías luego de una primera audición y llevar a cabo una serie de trucos técnicos que le había enseñado su padre, despertando la admiración de todos aquellos quienes tuvieron la oportunidad de conocerlo. Una conocida anécdota nos es referida por uno de sus biógrafos para graficar su sorprendente don musical: "En abril de 1770, mientras visitaba la basílica de San Pedro, escuchó el Miserere de Giuseppe Allegri e inmediatamente hizo de memoria una transcripción completa. La partitura de esta obra, que databa de principios del siglo diecisiete, se decía que era un secreto celosamente guardado y que aquel que lo publicara sería castigado con la excomunión. En el ambiente religioso más bien laxo que reinaba a finales del siglo XVIII, la proeza de Mozart mereció la admiración y el reconocimiento del papa Clemente XIV en vez de la excomunión."[5]

Al parecer, era un hombre de natural alegre, sensible, "incapaz de esconder sus sentimientos (...), buen conocedor del alma humana, siempre y cuando no estuvieran implicados sus sentimientos personales más profundos (...), cortés con las personas que le trataban con cortesía, pero incapaz de celebrar lo mediocre"[6], desprendido con el dinero, progresista, enérgico, culto, trabajador, capaz de expresarse con soltura tanto en italiano como en francés, entre otras lenguas. Por lo visto, sentía "admiración por el sentido de libertad de los ingleses, máximo escepticismo respecto a todos los ejércitos y la mayoría de los gobiernos, esperanzas en el desarrollo de la cultura alemana, agudo sentido de observación y enorme curiosidad intelectual por las artes y las ciencias de todos los países que visitaban."[7] Era conciente de su prácticamente inigualable talento musical, aunque no por ello, arrogante, aunque existan enormes discrepancias entre sus distintos biógrafos en torno a este como a otros puntos relativos a su carácter. De acuerdo a Harold Schonberg, Mozart era "un hombre complicado con una vida complicada y un talento inaudito para hacerse enemigos. Carecía de tacto, hablaba de manera impulsiva, decía exactamente lo que pensaba acerca de otros músicos (rara vez se trataba de comentarios elogiosos), tendía a mostrarse arrogante y altivo, y tuvo muy pocos amigos verdaderos en el mundo de la comunidad musical. Tenía reputación de persona frívola y casquivana, temperamental y obstinada"[8]. Físicamente, era más bien bajo y poco agraciado, con bastantes marcas de la viruela que lo aquejara en su niñez en el rostro, las manos regordetas y la nariz y cabeza un tanto desproporcionadas para su complexión.

Extraordinario intérprete de clavicordio, piano, órgano, viola y violín, Mozart no tuvo, sin embargo, una vida demasiado fácil, en términos económicos. Sus ingresos eran irregulares y su capacidad para administrarlos de modo sensato, prácticamente nula, lo que siempre le trajo problemas con su padre y sus acreedores. Aparte, valoraba demasiado su genio como para supeditarlo a ocupaciones menores o patrones inadecuados, lo que agregó una dificultad adicional. Siempre hizo todo lo posible por permanecer fiel a sí mismo. Cuando tuvo dinero, no tardó en despilfarrarlo y murió, de hecho, sin ningún centavo. Debió luchar tenazmente contra los reveses de la fortuna durante toda su vida, teniendo que ganarse el sustento por medio de diversos actividades, entre las que se cuentan las numerosas clases particulares que debió impartir a los no siempre dotados retoños de las familias acomodadas —habitualmente, mujeres, de las que, se dice, solía enamorarse—, giras por diversas ciudades del Imperio Austrohúngaro, puestos menores, como el de organista de la corte Salzburgo, abonos a conciertos, y la generosidad de un sinnúmero de amigos y mecenas, como el barón Gottfried van Swieten, la condesa Wilhelmine Thun o el conde August von Hatzfeld, que lo ayudaron por lo menos hasta los malos tiempos de la guerra contra Turquía (1788 - 1790), lo que en absoluto satisfacía sus enormes aspiraciones artísticas. Al igual que Leopold, nunca llegó al cargo de Kapellmeister. Únicamente, al de Kammermusikus, debido a una oportuna decisión del emperador ilustrado José II, lo que supuso una fuente, si bien no demasiado generosa, al menos, segura de ingresos en los tiempos de carestía. A todo lo cual se agregaron múltiples problemas de salud relacionados principalmente con dolores de tipo reumático y un creciente distanciamiento de su padre y mentor, fallecido en 1781, cuando Mozart contaba con treinta y un años.

Luego de ser rechazado tres veces por la talentosa cantante Aloysia Weber, la mayor de las hijas de una pobre y bohemia familia de Mannheim, contrajo matrimonio con la menor de las hermanas, Contanze, una muchacha del todo corriente, según el propio Mozart, el 4 de agosto de 1782, lo que desagradaría profundamente a Leopold, produciéndose un considerable alejamiento entre padre e hijo. Con ella tuvo cinco hijos, de los que sobrevivieron solamente dos: Karl Thomas y Franz Xaver Wolfgang, lo que no debe sorprendernos demasiado, puesto que en aquella época la mortalidad infantil y general era altísima. Él mismo Mozart con su hermana Nannerl habían sido los únicos sobrevivientes de los siete hijos que tuvo Leopold con Anna Maria Pertl.

El deceso de Wolfgang se produjo hacia la una de la madrugada del día 5 de diciembre de 1791, con solo treinta y seis años, en medio de fiebres agudísimas y algunas ideas paranoides de que podrían estar envenenándolo con aqua toffana, una mezcla de arsénico blanco, antimonio y óxido de plomo que podía introducirse en la dieta de la víctima, sin que pudiera detectarse, en cantidades pequeñas, a lo largo de varios meses"[9], justo en el momento en que la mala fortuna de los últimos años parecía comenzar a retroceder paulatinamente. Sin ir más lejos, el propio Antonio Salieri confesó haberlo hecho... desde el manicomio, donde pasó sus últimos días, lo que dio pie a todo tipo de elucubraciones, como la misma obra de Peter Shaffer, en que se inspiró Forman para crear su monumental Amadeus.

Las razones médicas de la muerte de Mozart aún no han sido completamente esclarecidas, aunque se sostienen al menos tres posibles hipótesis: fiebres reumáticas, nefritis y fallo general del riñón. Fue modestamente enterrado en el cementerio de San Marcos, en una fosa común ocupada por seis u ocho cadáveres.

En cuanto a las características esenciales de su música, catalogada de modo exhaustivo por el musicólogo, escritor, compositor, botánico y editor austríaco Ludwig Alois Ferdinand Ritter von Köchel[10], prefiero ceder nuevamente la palabra al musicólogo Harold Schonberg: "Oir la música de Mozart es simultáneamente fácil y difícil. Fácil a causa de su elegancia, su melodía interminable, su organización clara y perfecta; difícil, por su profundidad, su sutileza y su pasión."[11]

Fue influenciado por músicos como Johann Schobert, Carl Philip Emmanuel y Johann Christian Bach (dos de los numerosos descendientes de Johann Sebastian), Franz Joseph Haydn y su propio padre, Leopold.

Entre sus muchas composiciones para la escena y/o la voz se destacan las óperas: El rapto en el serrallo, estrenada el 16 de julio de 1782; Las bodas de Fígaro (1786), basada en una obra de Beaumarchais; Don Giovanni (1787), inspirada en el legendario personaje creado por Tirso de Molina alrededor de 1630[12]; la divertidísima Così fan tutte (1790), en la que se trata de un modo, por así decirlo, bastante liberal el tema de la infidelidad; La Flauta Mágica (1791), considerada por algunos como una especie de cifrado manifiesto masónico[13], la «Gran Misa» en do menor, K. 427, y el ya mencionado Requiem en Rem, K. 626, que Mozart llegó a considerar como su propia misa de difuntos, en medio de los arduos últimos días de su vida, pese a no haber alcanzado a completarlo. Lo hizo Franz Süssmayr, uno de sus discípulos, con notable habilidad.

De la enorme producción instrumental, me parecen imprescindibles los cuartetos para cuerda dedicados a su amigo Franz Joseph Haydn, aparente inventor del género; en especial, el cuarteto conocido como «de las Disonancias» debido a la impresionante introducción; los conciertos para piano número 18, 21 y 25, el Concierto para clarinete, la archiconocida pero encantadora Pequeña serenata nocturna en SolM, K. 525, interpretada por absolutamente todos los conjuntos callejeros y grandes orquestas del mundo; la totalidad de sus sonatas para piano y parte de las últimas sinfonías: 39, K. 543; 40, K. 550 y 41, K. 551, conocida como "Jupiter", en las que el estilo clásico pareciera alcanzar cuotas inéditas de perfección, igualadas únicamente por su natural sucesor, el impetuoso revolucionario Ludwig van Beethoven.

Pero, ciertamente, esta escuálida lista no pretende, ni mucho menos, ser representativa del legado mozartiano, sino, únicamente, constituir una selección absolutamente subjetiva, dentro de un inmenso templo que aspira al cielo y se abre, generoso, a la luz del mediodía, acogiendo a todos aquellos bienaventurados seres de corazón puro, capaces de reconocer a su semejante más allá de las superficiales diferencias de nacimiento, credo o condición social y, por esto mismo, representativo de la más genuina universalidad.

No temamos acercarnos a Mozart; desde donde se encuentre, sabrá acogernos e iluminarnos con el fuego cálido de su inagotable inspiración y, en una de esas, convertirnos a una nueva fe, hecha a la medida de un hombre nuevo y elevado, un hombre superior.

Guillermo Riveros Álvarez



[1] En gran medida vehiculados subrepticiamente hasta el día de hoy por la masonería, a la cual se unió el 14 de diciembre de 1784, siendo su logia «Zu gekrönte Hoffnung» («La esperanza coronada»).

[2] Lo que, por otra parte, aparece retratado con bastante nitidez en la excelente cinta Amadeus de Milos Forman de 1984, en la que vamos descubriendo a Mozart a través de los ojos de su supuesto archienemigo, el compositor Antonio Salieri, a quien se ha acusado, entre otras cosas, de envenenar a Mozart mientras éste componía su propio Requiem, lo que, hasta ahora, ha sido descartado por los expertos.

[3] Algo así como un director musical de la época.

[4] Schonberg, Harold C.: Los grandes compositores (I), De Claudio Monteverdi a Hugo Wolf, Ma non troppo, Robinbook, Barcelona, 2005, pág. 120.

[5] Jackson, Gabriel: Mozart. Biografía de uno de los más grandes artistas de la humanidad. 1° edición. Península. Barcelona, 2006.

[6] Jackson, Gabriel: op. cit., pág. 82.

[7] Jackson, Gabriel: op. cit., pág. 126.

[8] Schonberg, Harold C.: op. cit., pág. 112.

[9] Jackson, Gabriel: op. cit., pág. 205.

[10] De ahí la inicial «K» que precede al número de cada una de sus obras. Su catálogo, denominado Chonologisch-thematisches Verzeichnis sämtlicher Tonwerke Wolfgang Amadé Mozarts, fue publicado en Viena en el año 1862.

[11] Schonberg, Harold C.: op. cit., pág. 121.

[12] Existe una notable adaptación cinematográfica de esta obra de 1979, dirigida por Joseph Losey e interpretada, entre otros, por la famosa Kiri Te Kanawa, Ruggero Raimondi y Edda Mosser en los papeles principales.

[13] Y llevada a la pantalla grande por el genial realizador sueco Ingmar Bergman en 1975.