22 de septiembre de 2006

Museo de la Solidaridad Salvador Allende.


Después de muchísimos años de espera y gracias al aporte conjunto de los gobiernos de Francia, España y la administración de Ricardo Lagos, entre otras instancias, se ha materializado uno de los más apreciados y significativos sueños del ex presidente Salvador Allende, esto es, el de crear un museo que permitiera llevar las maravillas del arte moderno y la vanguardia a las clases populares, doblemente marginadas de las especulaciones formales del último tiempo por la falta de una educación adecuada a las exigencias planteadas por las nuevas tendencias estéticas y la falta de recursos para permitirse semejantes lujos.
Ubicado en una antigua casona de calle República de 2.000 metros cuadrados construida por el arquitecto Josué Smith en 1920 y hoy remodelada por completo, y ocupada paradójicamente por un centro de espionaje telefónico de la Central Nacional de Investigaciones y la antigua aristocracia santiaguina en el pasado, el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, dirigido por el connotado artista Jaime Balmes, Premio Nacional de las Artes en 1999, alberga una impresionante colección de casi tres mil obras donadas por destacados artistas del siglo XX a partir de 1971, lo que hace del MSSA una iniciativa única en el mundo, ya que no existe ninguna otra institución en que las creaciones hayas sido adquiridas de esta forma. Pero esa no es su única particularidad, ya que el MSSA pretende consolidarse además como la mayor colección de arte contemporáneo en Latinoamérica, estimándose el valor del catálogo en un monto superior a los cuatro millones de dólares. Pueden destacarse dibujos y pinturas, esculturas y objetos móviles de Pablo Picasso, Joan Miró, Roberto Matta, Alexander Calder y Oswaldo Guayasamín que sin duda nos sorprenderán con su originalidad, belleza y expresividad.
En definitiva, el Museo de la solidaridad Salvador Allende constituye una excelente oportunidad para ponerse en contacto con las desconocidas y muchas veces herméticas obras de la segunda mitad del siglo XX y pasear por uno de los barrios tradicionales del Santiago de antaño, aun reconocible tras las fachadas y carteles publicitarios de una serie de instituciones privadas de educación superior.
Imperdible.

Guillermo Riveros Álvarez

27 de agosto de 2006

LOST. Drama televisivo creado por J. J. Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Liber.


A Paulo Olivares, por una nueva iniciación


A estas alturas, es muy probable que muchos de ustedes hayan tenido la oportunidad de sintonizar y disfrutar de Lost [1], uno de los fenómenos televisivos más sorprendentes y sofisticados del último tiempo, salido de la mente de J. J. Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Liber, en alguno de los canales que lo transmite. Pues bien, esta recomendación apunta justamente a aquellos que, como yo, llegaron tarde o bien aún no han tenido la oportunidad de encontrarse con esta verdadera joya narrativa. Lo sostengo responsablemente.

Las historias, personajes y «vueltas de tuerca» de Lost, en efecto, tienen una profundidad que no solo no tiene nada que envidiar a muchas cintas de algún modo semejantes, como Lord of the flies [2] (El señor de las moscas, 1990), Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) o Predator (Depredador, 1987), lo que también puede decirse de su extraordinaria producción, sino, a la propia literatura. La buena literatura, digamos. Aquella que es capaz de suscitar nuestro legítimo interés a partir de una exhaustiva exploración de nuestra humanidad, con todo lo que esta encierra de virtuoso y retorcido, de condenable y luminoso. The Heart of the darkness de Joseph Conrad, cuya versión cinematográfica es nada menos que la extraordinaria Apocalypse Now (Apocalipsis ahora, 1979) de Francis Ford Coppola, podría ser un buen ejemplo, afín a la serie. A mi entender, una influencia bastante patente de una serie llena de «guiños» culturales de todo tipo.

El prolífico Stephen King, uno de los indiscutibles maestros de la literatura comercial de nuestros tiempos, de hecho, no dudó en calificar a Lost como “la mejor novela publicada por la industria editorial norteamericana de los últimos años”, una “obra de arte” desde donde parecía surgir el “germen de una mitología”[3]. Probablemente exageraba, movido por el entusiasmo que la serie había provocado en él. Lo que de seguro no exageraba es justamente el enorme entusiasmo que la serie es capaz de provocar en buena parte de aquellos telespectadores que se atreven a acompañar en sus aventuras a los cuarenta y tantos sobrevivientes del accidentado vuelo 815 de la aerolínea Oceanic, accidente que, como muchos sabrán, constituye el punto de partida de Lost, el núcleo alrededor del cual se reconstruirán y desarrollarán las diversas historias que constituyen a cada uno de los personajes, aquellas historias que le sirven de contrapunto y explicación a un presente ingrato de supervivientes; las historias que en definitiva nos servirán para comprender la motivación de cada una de sus actos, vacilaciones, silencios o miradas.

Como una suerte de perturbadora fatalidad, el suspenso se apoderará de cada uno de los capítulos y personajes sobre los cuales se articula la narración: aproximadamente catorce, en la primera temporada. Todos, absolutamente todos, tienen algo que contar u ocultar, algo que redimir o pagar. Todos ellos son hasta cierto punto una historia que ha de resolverse por medio de alguna elección fundamental, lo que ha llevado a algunos a sostener que la isla sería una suerte de Purgatorio en que cada uno debe expiar sus propias culpas antes de pasar a una nueva fase, provistos de un nuevo conocimiento e investidos de una nueva condición.

Una hipótesis menos vinculada a la especulación escatológica o metafísica podría argumentar que Lost sería una suerte de gran reality o juego de roles organizado por una especie de vanguardia extraterrestre que hubiera decidido estudiar a la humanidad, sometiéndola a una serie de duras pruebas en un revival del Triángulo de Las Bermudas. Aunque mucho menos sugerente que la primera opción, esta tesis también podría ser posible, como seguramente muchas otras ya mencionadas y otras por mencionar. Después de todo, en Lost predomina una casi completa, fascinante incertidumbre. Sobre todo, respecto a quiénes son cada uno de los hombres y mujeres que conforman esta suerte de puñado de paradójicos «elegidos» o «privilegiados», la razón de por qué se encuentran donde están, o bien, la necesidad de que hayan sido ellos y no otros quienes deban compartir semejante odisea.

De acuerdo con esta incertidumbre será que la identidad de cada uno de los sobrevivientes se revelará, morosamente, en la forma de intermitentes flashbacks o destellos retrospectivos en contrapunto con la historia de la isla o presente narrativo. Dichas identidades estarán relacionadas, a su vez, con diversas capacidades o atributos destacados, como si se tratara de una suerte de baraja arquetípica puesta al día. El liderazgo constructivo, que cohesiona al grupo y propone soluciones, del cirujano Jack Shephard (¿de «shepherd», «pastor»?); el misticismo primitivista y chamánico de John Locke [4]; la seducción algo fatal y falaz de la otrora fugitiva Kate Ryan; la solicitud sentimental de Hurley, el gordo simpático del grupo; la arrogancia pendenciera de Sawyer, una suerte de aparente mercenario, carente de escrúpulos y tacto, evocativo del Han Solo de Star Wars; la bronceada superficialidad de Shannon y Boone, etc. Pero ingresar en la galería de los personajes y «tipos» psicológicos de Lost, redundaría en un largo y detallado ensayo inapropiado para esta recomendación. Por otra parte, la misma incertidumbre mencionada podría ocasionar que alguna descripción, apropiada para la temporada inaugural o la siguiente, pudiera llegar a perder su precisión en octubre próximo, cuando se estrene la tercera y “última” temporada en Estados Unidos, de acuerdo al proyecto original de Lost, según Francisco Ortega [5].

Pero el suspenso y la incertidumbre no serán los únicos factores perturbadores de Lost: la misma realidad pareciera ser cuestionada desde dentro, trascendiendo las fronteras habituales de lo que consideramos verosímil. No de otra forma pueden llegar a entenderse muchos aspectos que, de otro modo, nos parecerían por completo aberrantes y carentes de sentido, como la presencia de los osos polares o la extraña compuerta enquistada bajo la tierra firme. Las maniobras, procedimientos y aventuras que deberá llevar a cabo la comunidad creada a partir del propio accidente aéreo para sobrevivir en la propia isla son innumerables, como innumerables e insólitas son las claves, trampas y sorpresas que la isla interpondrá entre dicha comunidad y sus objetivos, los que parecieran trascender la mera supervivencia física. En efecto, Lost da la impresión de tener un pie en la realidad y otro en la ciencia ficción, uno en la vigilia y otro en el sueño [6]. A riesgo de volver a exagerar, creo que es posible sostener que en Lost podemos encontrar una especie de remozada versión posmoderna de la «surrealidad» buscada y promovida por André Breton en los apasionados manifiestos del surrealismo, aunque con propósitos diversos.

Ciertamente, es difícil creer que la actual cultura de masas sea capaz de crear un producto que, más allá de su capacidad de reproducir ad nauseam el modo de vida estadounidense o generar una suculenta tajada de millonarios beneficios, pueda alcanzar semejante nivel de complejidad y profundidad narrativa, negándose a tratar al público como si fuera imbécil, proponiéndole un interesante enigma omnímodo que pareciera mutar de un momento a otro, bajo una mirada que se ha propuesto, en apariencia al menos, tratar de ir más allá de los prejuicios con que percibimos la realidad o la existencia de los otros, aquellos otros con quienes muchas veces nos vemos obligados a interactuar, sin conocerlos… lo que es peor, sin desear conocerlos, muchas veces, por una multitud de razones. Pues bien, al igual que muchos otros colectivos reconocibles, a los hombres y mujeres de Lost no parece haberles quedado otra alternativa que romper con todas esas inercias sociales e interactuar y organizarse, puesto que ese y no otro es el modo de sobrevivir en un medio hostil, lo que constituye, a mi entender, una de las más perdurables enseñanzas de lo que, hasta ahora, he podido observar. Espero que sus creadores sepan mantener hasta el final la apuesta por el buen gusto y la civilización.

Más allá de la cercanía que la serie de Abrams, Lindelof y Liber pueda tener con algún aspecto de nuestro modo de vida, creo que Lost ha venido en cierta forma a tomar el lugar de otras memorables producciones como Sex & the city, Seinfeld o principalmente Friends, las que constituyeron un acolchado fondo de nuestra vida, durante largo tiempo, y nos dejaron con la amarga sensación de haber sido expulsados de un mundo que, del algún extraño modo, era también el nuestro, lo que constituye sin duda, uno de los mayores y más complejos méritos de uno de los más cuestionables y cuestionados medios de la industria cultural, como la televisión, pero también de una novela memorable, con la que compartimos largas horas de gozosa intimidad.

Supongo que no nos queda otra alternativa que abrir bien los ojos para no extraviarnos, para no perdernos en el absorbente microcosmos de Lost. No se trata, de ningún modo, de ser parte de una nueva religión o secta conectada por medio de Internet, ni nada semejante; por el contrario, de saber gozar críticamente con uno de los mejores proyectos televisivos del último tiempo. Espero no se me malentienda. Nunca debemos olvidar que la ideología hegemónica subyace a todos y cada uno de los mitos de hoy, con que nuestro sistema busca legitimarse y reproducirse. Y no creo que Lost sea, en ese sentido, una excepción, solo que ha sabido hacerlo de un modo mucho más elaborado, rico y estimulante para la sensibilidad y la inteligencia, algo que definitivamente se extraña en la mayor parte de los productos de una cultura que vibra con la ramplonería o el facilismo en sus métodos y manifestaciones, una cultura que se niega sistemáticamente a despegar.


Guillermo Riveros Álvarez


Apéndice crítico


Como una forma de suscitar una mayor comprensión del fenómeno Lost y una consecuente toma de distancia frente a su innegable seducción, me gustaría añadir algunas cuestiones e interrogantes que me parecen de interés a la hora de descifrar algunos resortes ideológicos sobre los que la serie pareciera asentar sus cimientos narrativos.

1. ¿Cuál es la función, el peso o sentido asignado a la violencia en Lost? Sabemos que todo cambio implica una suerte de trastorno del estado anterior, pero otra cosa muy distinta es hacer de la violencia una suerte de «catalizador» de cada uno de los aprendizajes que se llevan a cabo en la serie [7]. En efecto, una gran parte de las instancias de reconocimiento o «agniciones» se debe a un previo acto de violencia. En ese sentido, tal vez no sea ocioso recordar que el mismo Jack, representante por excelencia de la civilización, es capaz de autorizar la tortura de uno de sus compañeros con el fin de conseguir los inhaladores para Shannon, lo que no deja de ser perturbador, considerando las últimas noticias venidas desde la cárcel de Abu Grahib, Guantánamo o Líbano. Justificar o utilizar la violencia como medio para conseguir un fin superior ha llevado a nuestro mundo a toda suerte de calamidades. La violencia, sin duda, genera más violencia, por lo tanto es preciso delimitar con sumo cuidado cuáles son aquellos casos en que la violencia constituye un último camino, acabados todos los demás argumentos.

2. Respecto al mismo tema de la isla y más allá de su utilización como arquetipo narrativo relacionado con el tradicional conflicto entre naturaleza y cultura, ¿cuál es el sentido de que una «isla» o un territorio en cierta forma subdesarrollado constituya un foco de agresión? ¿Podemos reconocer en la imagen de dicha isla alguna amenaza reconocible en nuestro mundo para los Estados Unidos? Recordemos que, salvo Sayid, de origen iraquí, todos los sobrevivientes del vuelo 815 pertenecen a países que constituyen o constituyeron «aliados estratégicos» de Estados Unidos. No debemos olvidar que Washington colaboró activamente con el régimen de Sadam Hussein, a cuya Guardia Republicana pertenecía Sayid, mientras este le fue de utilidad, antes de meterse con el petróleo de Kuwait. Con extraordinaria facilidad se pasa de ser aliado a enemigo a los ojos de la Casa Blanca.

3. Mediante el recurso de adjudicar a cada uno de los miembros de la comunidad isleña una suerte de culpa anterior que debe pagar en el nuevo orden en que se encuentra, pareciera advertirse una suerte de equiparación de los diversos grados de responsabilidad en lo sucedido. Tomando la situación de Lost como una suerte de metáfora de la condición humana, ¿en verdad puede sostenerse, con justicia, que todos tenemos una misma cuota de responsabilidad respecto a los males que nos aquejan o los males que le aquejan a nuestro mundo? No solo eso, en Lost siempre se insiste en la idea de que todo acontece por alguna razón, que todo tiene una causa y una justificación [8]. ¿De verdad podemos creer que reina la justicia o alguna razón ordenadora en nuestro mundo? Y si lo hace, ¿debemos conformarnos con la suerte que nos tocó al modo en que los mismos estoicos lo enseñaban en la Antigüedad? ¿No es esta una forma de promover el conformismo, estigmatizando el ascenso social [9], entre otras cosas, como una fatalidad, al punto de sugerir una suerte de cerrado inmovilismo?

4. Lost: ¿barbarie o civilización? ¿Qué clase de convivencia se da al interior de la comunidad isleña? ¿Hay continuidad o ruptura respecto a lo que conocemos en nuestro mundo, más allá las interferencias sobrenaturales? ¿Se mantienen intactas las normas de la vida anterior de cada personaje o se produce una suerte de regresión a un estado previo a la legalidad moderna? Por lo visto, existe una extraordinaria ambigüedad respecto a esto. Por un lado, pareciera que se buscara un modo justo y bueno de interactuar con los semejantes, mientras que por otro, sin embargo, pareciera ser que verdaderamente se vacila entre este modo y la barbarie o el “salvajismo” tribal. Ilustrativa resulta, en este sentido, la afirmación que Sawyer formula al menos dos veces durante la primera temporada en cuanto a que habrían abandonado la civilización por la barbarie («the wild»), o bien, de que es «Lord of the flies time», aludiendo a la anteriormente mencionada novela de William Golding, regresión antropológica que, de cualquier modo, no parece tan sistemática como pudiera creerse… el tabú del incesto entre Shannon y Boone, por poner un solo ejemplo, se mantiene intacto por medio del manido expediente de la «no consanguinidad». La única temática que pareciera tener carta blanca para desplegarse a sus anchas es la violencia física, lo que no deja de ser perturbador, reaccionario y narrativamente carente de originalidad, aparte de sumamente cuestionable y complejo a la hora de realizar una evaluación a la luz de otros términos y otros contextos.



[1] Por cierto, todos los análisis y comentarios aquí desarrollados tienen únicamente como base la primera temporada de la serie, estrenada por la cadena ABC el 22 de septiembre de 2004, en Estados Unidos.

[2] Basada en la novela homónima de William Golding.

[3] Citado en Francisco Ortega, «Stephen King v/s Lost», en Vive!, no. 13, Santiago, julio, 2006, pp. 14-15.

[4] Cuya posible inspiración pudo encontrarse en el filósofo empirista y médico inglés John Locke (1632 – 1704), considerado uno de los padres del liberalismo moderno.

[5] Cf. Francisco Ortega, «Stephen King v/s Lost».

[6] Una buena parte de los capítulos comienza, de hecho, con un ojo que se abre, un personaje que pareciera despertar de un largo letargo o una larga ignorancia; personaje acerca del cual tratará el mismo episodio.

[7] Un mecanismo análogo puede ser advertido en la cinta Fight Club (Club de la pelea, 1999) dirigida por David Fincher y basada en una novela de Chuck Palaniuk, como también en Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese, por mencionar solo un par.

[8] “We were brought here for a purpose, for a reason, all of us. Each one of us was brought here for a reason.” John Locke a Jack Sheppard.

[9] La serie sugiere que la famosa secuencia de números por medio de los cuales Hurley se convirtió en millonario estarían malditos. Por lo visto, hubiera sido mucho mejor que se quedara trabajando de modo permanente en una cadena de comida rápida. Al menos, hubiera sido medianamente feliz con su destino de obesidad mórbida y alienada soledad.

28 de junio de 2006

MATCH POINT DE WOODY ALLEN (y algo más…) Largometraje, 2005, Reino Unido, 124 min.


El hombre que dijo “prefiero tener suerte a ser bueno”,

hizo una penetrante observación acerca de la vida.

Chris Wilton en Match Point.


La crítica y el público parecen haberse reconciliado con el septuagenario Woody Allen tras el estreno de Match Point [1] (2005), su último largometraje, protagonizado por un notabilísimo Jonathan Rhys-Meyers y la inefable Scarlett Johansson en su primer rol de femme fatale. En nuestro propio país, sin ir más lejos, las expectativas de público han sido largamente superadas, al igual que en muchos otros, como el propio EE. UU. Al parecer, existe un amplio consenso en cuanto a que Match Point sería “la más consistente” cinta de Allen en muchísimo tiempo[2]. Probablemente, considerando soberanos bodrios, como el seudo musical Everyone says I love you (Todos dicen te quiero, 1996), The curse of the jade scorpion (La maldición del escorpión de jade, 2001) o Anything goes (La vida y todo lo demás, 2003), en que el director de Manhattan no trepida a la hora de ridiculizarse a sí mismo. Para mí, en cambio, su mejor última película fue Deconstructing Harry (Los secretos de Harry, 1997), una afortunada parodia de Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957) mezclada con algo de la Comedia dantesca, si bien creo que Celebrity (1998) y Sweet and lowdown (1999) o la misma Melinda & Melinda (2004), no lo hicieron del todo mal. De hecho, Kenneth Branagh estuvo notable gesticulando como doble del propio Allen en la primera de ellas. En lo que no puedo estar de acuerdo es en que Match Point sea una de las mayores alturas en la carrera del director estadounidense, al punto de llegar a comparársela con Crimes and misdemeanors (Crímenes y pecados, 1989), una de sus obras maestras. Por cierto que comparten una serie de rasgos, como la psicología culposa y vacilante del protagonista, la dramática forma en que ambos deciden resolver sus dilemas, la división entre rutina y pasión o el constante cuestionamiento acerca de la fortuna, la justicia y la culpa. Pero la comparación no pasa de eso. A mi juicio, la profundidad alcanzada por la cinta de 1989 no ha vuelto a ser recuperada en esta última entrega, aunque sí el oficio de mejores épocas. Como lo señala un reputado crítico en su columna, “quien quiera ver en esta obra poco menos que la segunda parte de Crímenes y pecados, corre el riesgo de sobreestimarla.”[3] En este sentido, no deja de sorprenderme que los cosméticos cambios introducidos por Allen para simular una —a mi juicio— falsa renovación, hayan resultado tan provechosos a la hora de poner tanto al público como a los críticos a sus pies, pero tampoco quisiera desconocer del todo los evidentes méritos de este drama ambientado en la capital inglesa, a diferencia de la mayor parte de las historias de Allen, temática y emotivamente ancladas a Nueva York, donde nació en 1935. Pese a lo dicho anteriormente, me parece que Match Point es una muy buena película, bien estructurada y actuada, con tensión, suspenso y algunos momentos memorables, como el encuentro entre los amantes bajo la lluvia o la ominosa reflexión final, aparte de ser un cruel y acabado retrato de la así llamada «clase ociosa»[4]. Pero creo que el mejor Woody Allen debe buscarse, definitivamente, en el pasado, por lo que este comentario es más una invitación a retrotraerse en el tiempo y acudir al videoclub o alguna retrospectiva de su prolífica obra que otra cosa, aunque definitivamente nadie se decepcionará si decide hacer "una escala en Londres". Títulos imprescindibles hay de sobra a la hora de elegir. Desde sus hilarantes inicios dadaístas con Bananas (1971), Everything you wanted to know about sex, but were afraid to ask (Todo lo que quiso saber de sexo, pero no se atrevió a preguntar, 1972), Sleeper (Dormilón, 1973), Love and death (La última noche de Boris Grushenko, 1975) hasta sus inolvidables clásicos: Annie Hall (1977), Manhattan (1979), Zelig (1983), Hannah and her sisters (Hannah y sus hermanas, 1986), Radio Days (Días de radio, 1987), la ya mencionada Crimes and misdemeanors (Crímenes y pecados, 1989) o Husbands and wives (Maridos y esposas, 1992), por mencionar únicamente mis favoritas. Después de todo, qué importa que Allen no se haya renovado. Bien sabemos que la innovación absoluta en el ámbito artístico es una quimera. Sobre todo, tratándose de la misma persona. Y que la novedad no es deseable por sí misma. Al menos para mí. Y, por otro lado, quienes amamos a un autor buscamos, indudablemente, una cierta dosis de repetición, el reencuentro con un universo que nos acoge y transporta fuera de nuestra circunstancia cotidiana, reconciliándonos con nuestro mundo o ayudándonos a verlo con otros ojos, imbuidos de una mayor profundidad y sentido crítico, en los mejores casos. En tal sentido, insisto, no me incomoda en absoluto que Allen no haya cambiado. Por el contrario, celebro que no lo haya hecho, volviendo a plantearnos los dilemas, obsesiones y personajes que lo caracterizan. Es decir, que se haya mantenido fiel a sí mismo… Aunque el artista se haya transformado en deportista y Londres reemplace a Manhattan. Lo único que importa es que Allen continúe con nosotros, escribiendo y dirigiendo buenas cintas, divirtiéndonos con sus famosas neurosis y geniales ocurrencias, haciéndonos reflexionar acerca de los abismos y milagros de nuestra existencia, o bien, suscitando nuestra simpatía por medio de un humor agudo, vivaz e inteligente y un estilo inconfundible. Aunque, de vez en cuando, tengamos que llevarnos una ruidosa decepción que nos haga creer que el viejo genio nunca volverá. Más allá de las innegables, estrepitosas caídas, nadie que se haya propuesto producir casi una película al año, como él, puede ufanarse de tantos aciertos. Y, en este sentido, no me cabe la menor duda de que tenemos Woody Allen para rato. Por fortuna.[5]


Guillermo Riveros Álvarez



[1] Una ambigua historia cruzada por la problemática del azar y la justicia acerca de un arribista instructor de tenis que decide abrirse paso en la sociedad inglesa aprovechándose de su carisma y una serie de golpes de fortuna, luego de abandonar una relativamente promisoria carrera como tenista profesional.

[3] Héctor Soto, «Escala en Londres», Capital, 181, 2 al 15 de junio de 2006, p. 115.

[4] Concepto acuñado por el economista y sociólogo estadounidense de origen noruego, Thorstein Veblen.

[5] De hecho, ya terminó una nueva cinta, Scoop (2006), nuevamente con Scarlett Johansson, y otra se encuentra en su fase de preproducción. Yo pregunto: ¿será este el inicio de una nueva edad dorada, como la que constituyó el periodo «Keaton» o una mera golondrina solitaria? El tiempo dirá, sin duda, la última palabra. Como siempre.

18 de marzo de 2006

La sepultura sin sosiego. Ensayo de Cyril Connolly. Mitos de bolsillo, Mondadori, Barcelona, 2000.


...una iniciación, un descenso a los infiernos, una purificación y una cura.

A Cyril Connolly (1903 – 1974), uno de los mayores ensayistas y críticos literarios de nuestro tiempo, autor entre otras cosas de las novela The rock pool y responsable de la prestigiosa revista Horizon, “un refugio para la mejor literatura de la que su época fuera capaz”[1], siempre lo acompañó una persistente sensación de fracaso, de oscuro pesimismo existencial. Entre otras cosas, creía —equivocadamente, por cierto, como lo sabemos ahora— que solo se lo recordaría “por haber ido al colegio con George Orwell y a la universidad con Evelyn Waugh”[2]; en ningún caso por sus evidentes méritos literarios.

En efecto, Connolly siempre quiso ser poeta y novelista y escribir una verdadera obra maestra con la cual perdurar en la memoria de los hombres, pero terminó ahogándose en el corrosivo piélago de sus propias inseguridades, probablemente por no sentirse a la altura de sus admirados modelos: Horacio, Virgilio, Pascal, Montaigne, Hemingway, T. S. Eliot, entre muchos otros. Sin embargo, nos dejó páginas y libros memorables, llenos de una asombrosa penetración y profundidad que, pese a destilar muchas veces el peligroso veneno del desencanto o escepticismo más tremebundo, constituyen, al mismo tiempo, la contrapartida luminosa y terapéutica por medio de la cual él mismo fue capaz de sanarse y redimirse, o al menos intentarlo, poniendo sobre el papel cada una de sus preocupaciones y anhelos más arraigados, de un modo muchas veces crudo y descarnado, pero, al mismo tiempo, valeroso. Nunca es fácil exponerse; menos aún cuando las heridas siguen abiertas.

Tal es el caso de La sepultura sin sosiego[3], publicado en 1944: un extraño y fascinante testamento literario y vital, mezcla de ensayo, diario intermitente, novela, collage y autobiografía, donde Connolly despliega sin falsos pudores la pesada artillería de su abrumadora cultura, perdidamente francófila, dando muestras de uno de los humores más negros que pueda encontrarse a lo largo y ancho de la historia de la literatura universal, aunque también, de un exquisito gusto y una elevada sensibilidad tanto para la poesía como para los sencillos placeres cotidianos, tales como pasear por las calles de alguna ciudad favorita, el crudo gozo obtenido a partir de la degustación de ciertas frutas o el usufructo de “un árbol grande y umbrío en verano, un césped; una colina arbolada detrás y un río a sus pies, un jardín abrigado y recogido, generoso en higueras y nectarinas y, en un rincón de la tapia, un belvedere repleto de libros, como aquel de Montaigne, brujo del círculo mágico” (48)[4].

Fue definido por el mismo Connolly como "un libro de guerra". Nada más apropiado. Fue, de hecho, compuesto cerca de los cuarenta años, "sombrío aniversario para el hedonista" (34), en medio de los terribles años de la Segunda Guerra, mientras las bombas de la Luftwaffe encandilaban y hacían temblar las noches londinenses, luego de ser abandonado por su primera mujer, la estadounidense Jean Bakewell, tras siete años de matrimonio, circunstancia que lo sumió en una profunda depresión y terminó tiñendo de modo irreversible su visión acerca del amor y las mujeres, y la vanidad de todas las empresas mundanas.

“Las rupturas más trágicas son las de aquellas parejas que contrajeron matrimonio de jóvenes y que han disfrutado de siete años de felicidad, tras lo cual estallan los fuegos almacenados de la pasión y la independencia... y sin siquiera saber por qué, dado que uno y otro siguen amándose, emprenden su común destrucción” (32). O bien: “En el cálido mar de la experiencia flotamos a la deriva como el plancton, nos absorbemos por amor o nos evitamos por odio los unos a los otros, o bien somos evitados o absorbidos, devorados y devoradores. Sin embargo, no somos más libres que las células de una planta o los microbios que contiene una gota de agua, ya que nos entrelaza unos con otros el continuo tironear de la soga que sostienen, en un pulso interminable, el futuro y el pasado” (88).

Utilizando como heterónimo a Palinuro, piloto de Eneas en La Eneida de Virgilio, asesinado “en la costa cercana a Velia, donde los crueles habitantes del lugar le dieron muerte para despojarle de sus vestiduras” (11), dejando su cadáver insepulto en la ribera, acaso como un símbolo de su propio hundimiento, Connolly se sumerge en un verdadero viaje de exploración por su propia mente y su memoria, para extraer de ella todo lo que merezca la pena ser recordado, no importando si se trata de pensamientos ajenos o propios, con el no menor aunque tal vez inconsciente propósito de perpetuar su propia existencia, gustos, inclinaciones y pensamientos como su verdadera obra de arte, un poco al modo de los Ensayos de Montaigne o los Pensamientos de Pascal.

Desde el amor y el matrimonio o la amistad y la felicidad hasta la muerte y la insustancialidad de los proyectos humanos —temas obligatorios en todo moralista que se precie de tal—, pasando por los lémures, su animal favorito, las calles de París o de Londres, donde vivió buena parte de su vida, y su indudable admiración por una serie de escritores e intelectuales europeos, principalmente, una apreciable sección del interés humanista es alcanzada por su evocativa y elocuente palabra, teñida a veces de melancolía, encono o tristeza, pero pletórica de resonancias e interés artístico y humano.

No debe creerse, sin embargo, que La sepultura... constituye algo así como un «manual para suicidas» ni nada semejante, aunque ya sepamos por Freud, traído a colación por el mismo Connolly, que “los tormentos que se infligen a sí mismos los melancólicos (...) significan una gratificación de las tendencias sádicas y del odio, habida cuenta que unas u otro tienen relación con un objeto y que de esta manera se han enroscado en torno del yo” (93). Por el contrario, creo que en él debe observarse algo así como la sugerencia de un camino para la liberación o, al menos, la mitigación del dolor moral, por medio del íntimo ejercicio, en cierto modo ascético, de reencontrarse a sí mismo en el seno de una gran tradición de pensamiento que hermana a heterogéneos y no tan heterogéneos autores de épocas diversas en torno a una serie de constantes difíciles de eludir para cualquier hombre que se proponga contemplar la existencia con los ojos bien abiertos y una decidida voluntad de desentrañar al menos una pequeña parte de la verdad. Después de todo, el propósito del libro se encuentra explícitamente señalado en la introducción: “Toda tristeza, una vez transmitida al pensamiento, puede curarse a través del entendimiento” (18).

Somos nosotros los llamados a comprobar cuán cierta sea esta afirmación, emprendiendo este anunciado descenso a las profundidades de nuestro corazón de la mano de este oscuro pero lúcido guía. En una de esas, tenemos la posibilidad de juzgar en qué medida el viejo Connolly ha logrado salvarse del fuego o el olvido para auxiliarnos en el ondulante camino de la existencia y, de este modo, deliberar si en verdad pudo construir la obra maestra con la que siempre estuvo obsesionado en base a una “colección de fragmentos escogidos con esnobismo «extranjerizante», y enmascarada en forma de libro” (13), de acuerdo a uno de sus críticos. Supongo que sabremos comportarnos con mayor indulgencia que sus adversarios, habiendo sido el peor de todos ellos, por cierto, el propio Connolly, demasiado conciente de sus propias limitaciones como para convencerse de su propia genialidad. Pero esto, claro, deberemos comprobarlo por cuenta propia, adentrándonos sin miedo entre las terribles pero inolvidables páginas de un libro único en su especie. No me cabe la menor duda de que el esfuerzo será ampliamente recompensado.

Guillermo Riveros Álvarez



[1] Connolly, Cyril: Obra Selecta. Lumen. Ensayo. Barcelona, noviembre de 2005, pág. 17.

[2] Connolly: op. cit., pág. 9.

[3] The unquiet grave, también conocida como La tumba inquieta de acuerdo a la versión incluida en la Obra Selecta de Cyril Connolly anteriormente citada.

[4] De aquí en adelante se indicará entre paréntesis la página correspondiente a la cita tomada de La sepultura sin sosiego en la edición utilizada para llevar a cabo esta reseña.

28 de febrero de 2006

Wolfgang Amadeus Mozart. Apuntes sobre la vida y obra de un genio de la música.


In memoriam Luis Reyes: artista, mentor y amigo.


Todos los caminos han conducido, conducen y conducirán a Mozart durante este año 2006. El 27 de enero pasado, en efecto, se cumplieron 250 años desde que naciera uno de los más grandes artistas que la humanidad haya tenido la oportunidad de conocer. El riesgo de trivialización, endiosamiento e interesada tergiversación estará a la vuelta de la esquina, como en todo aniversario importante de alguna figura destacada. Y aunque, por lo general, soy enemigo de las modas, no quiero sustraerme a esta marea entusiasta para dedicarle algunas palabras al autor de Don Giovanni o el sublime Requiem en Rem, K. 626 con el fin de suscitar entre los aún numerosos profanos aunque sea una pequeña dosis de curiosidad o interés hacia la vida y obra de un hombre excepcional en cuanto a logros artísticos, profundamente sintonizado con los mejores ideales, visiones y sentimientos de su época[1] —los ideales del progreso, de la fraternidad y la justicia universal—, aunque también con sus pequeños vicios y debilidades, como su falta de sentido para los asuntos de índole doméstica, su carácter algo indisciplinado y gregario, su aparente afición por las bromas pesadas y el humor de grueso calibre[2]. Después de todo, Joannes Chrisostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, más conocido para nosotros como Wolfgang Amadeus Mozart era, increíblemente, solo un hombre, aunque no falten los científicos que se empeñen en analizar su pretendido cerebro para descubrir alguna particularidad que pudiera sugerir lo contrario o explicar en parte el hermético misterio de un prodigio creativo semejante, capaz de engendrar en apenas treinta años —esto es, desde los seis hasta los treinta y seis—, un total de más de seiscientas composiciones, que cubren todos los géneros conocidos hasta la época, entre las que se destaca una enorme cantidad de obras maestras de la música instrumental y operística de todos los tiempos. Pero ya sabemos que el registro de lo que un hombre puede hacer es sin duda alguna más amplio de lo que nuestra imaginación pueda concebir o tolerar.

De cualquier modo, no quisiera pecar de mozartiano de última hora, porque nunca lo he sido, ni lo soy ahora, aunque disfrute de modo creciente con cada una de sus creaciones. Hasta hace algunos años, sin ir más lejos, me parecía que la música de Mozart era frívola y superficial; un comentario, sin duda, frívolo y superficial, desde todo punto de vista injusto e ignorante de mi parte. Con toda claridad, recuerdo cómo uno de mis profesores más queridos, mozartiano hasta el tuétano, me dijo que algún día lograría descifrar los secretos de su arte, una vez lograra abrirme paso a través de las brumas mitológicas que Richard Wagner había desplegado hábilmente sobre mis ojos durante mi adolescencia, mientras caminábamos por calle República paseando a sus perros, o bien, antes de sentarse ante el piano de media cola que dominaba buena parte de su sala para interpretar, presa de un contagioso entusiasmo, los primeros compases de la Sonata No. 16, con la que solía amenizar buena parte de mis visitas a su casa. Mi inclinación quedaba de este modo rotulada bajo ese dudoso prestigio, teñido por su anterior usufructo nacionalsocialista. Yo era, para mi profesor, sin habérmelo propuesto concientemente, un joven wagneriano, lo que en otras épocas hubiera desencadenado toda suerte de suspicacias.

No obstante, me distancié paulatinamente del aparatoso Wagner, conocí y amé apasionadamente a Johann Sebastian Bach, Debussy, Bartók y luego a Beethoven, y quedé preso entre las redes de este último, a un punto que dudo pueda desandar a estas alturas. Pero supongo que tampoco se trata de tomar partido por unos en contra de otros, como en política u otros temas, sino de abarcar la mayor cantidad de comprensión, gozo y belleza posible, tanto en esta como en las demás disciplinas artísticas y ámbitos de nuestra vida. No debemos empobrecernos deliberadamente, sino todo lo contrario. Pero eso solo se comprende con el tiempo y ya ha pasado bastante desde aquella pueril intransigencia. Demasiado, tal vez, porque Luis Reyes ha muerto en trágicas circunstancias y ya no podré decirle que finalmente he logrado acercarme a su amado dios tutelar; que, de algún modo, acaso imperceptible, he crecido, al menos en lo que incumbe a mi tolerancia musical... Pero bueno, tampoco deseo volverme sentimental ni perder el punto que me había propuesto, ambiciosamente, tratar en esta oportunidad.

Nacido en el seno de una típica familia alemana de origen católico el 27 de enero de 1756 en la ciudad de Salzburgo, Wolfgang Amadeus Mozart desarrolló a tempranísima edad un increíble sentido y talento interpretativo que lo convirtió, al igual que su hermana mayor, Maria Anna, más conocida como Nannerl, en un itinerante fenómeno de taquilla; lo que hasta el día de hoy no dudamos en rotular como «niño prodigio».

Junto a Nannerl y su familia, tuvo la oportunidad de recorrer centenares de salones e iglesias en más de doscientas ciudades europeas hasta bien entrada la pubertad para tocar frente a toda clase de aristócratas y gobernantes, como la emperatriz María Teresa de Austria o el mismísimo Goethe, que a la sazón era solo un adolescente, bajo la atenta supervisión de su padre, el también intérprete, tratadista, compositor y Kapellmeister[3] auxiliar de la corte archiepiscopal de Salzburgo, Leopold Mozart, a quien se ha acusado algo injustamente de abusar del talento de su hijo. Hay suficientes pruebas documentales de que Leopold se comportó de modo sistemático como un padre interesado y afectuoso, aunque un tanto severo, con el despreocupado Wolfgang, llenándolo de buenos consejos, orientados en gran parte hacia la formación de su carácter y la vida práctica, que éste solía desconocer debido a la ingenuidad con que solía entregarse a las personas y a la vida misma, aunque es cierto de que pudo someterlo a las presiones de una infancia por completo fuera de lo común, afectando de este modo el ulterior desarrollo de la personalidad de su hijo. En efecto, el deslumbrante vástago pasó fuera de su casa catorce de sus treinta y seis años de edad y, más tarde, cuando estuvo casado, fue incapaz de asentarse por largo tiempo en un mismo lugar, al punto de que cambió de domicilio "once veces en nueve años"[4].

Comenzó a tocar el piano cuando apenas contaba con tres años. A los cuatro, podía detectar con facilidad una desafinación de cuarto de tono en los violines de los músicos mayores debido a la perfección y delicadeza de su oído; a los cinco, ya se había convertido en un notable intérprete y, a los seis años, comenzó a componer. Podía tocar con los ojos vendados o el teclado cubierto por un lienzo, leer a primera vista cualquier partitura que le pusieran a la vista sin ningún tipo de dificultad, armonizar melodías luego de una primera audición y llevar a cabo una serie de trucos técnicos que le había enseñado su padre, despertando la admiración de todos aquellos quienes tuvieron la oportunidad de conocerlo. Una conocida anécdota nos es referida por uno de sus biógrafos para graficar su sorprendente don musical: "En abril de 1770, mientras visitaba la basílica de San Pedro, escuchó el Miserere de Giuseppe Allegri e inmediatamente hizo de memoria una transcripción completa. La partitura de esta obra, que databa de principios del siglo diecisiete, se decía que era un secreto celosamente guardado y que aquel que lo publicara sería castigado con la excomunión. En el ambiente religioso más bien laxo que reinaba a finales del siglo XVIII, la proeza de Mozart mereció la admiración y el reconocimiento del papa Clemente XIV en vez de la excomunión."[5]

Al parecer, era un hombre de natural alegre, sensible, "incapaz de esconder sus sentimientos (...), buen conocedor del alma humana, siempre y cuando no estuvieran implicados sus sentimientos personales más profundos (...), cortés con las personas que le trataban con cortesía, pero incapaz de celebrar lo mediocre"[6], desprendido con el dinero, progresista, enérgico, culto, trabajador, capaz de expresarse con soltura tanto en italiano como en francés, entre otras lenguas. Por lo visto, sentía "admiración por el sentido de libertad de los ingleses, máximo escepticismo respecto a todos los ejércitos y la mayoría de los gobiernos, esperanzas en el desarrollo de la cultura alemana, agudo sentido de observación y enorme curiosidad intelectual por las artes y las ciencias de todos los países que visitaban."[7] Era conciente de su prácticamente inigualable talento musical, aunque no por ello, arrogante, aunque existan enormes discrepancias entre sus distintos biógrafos en torno a este como a otros puntos relativos a su carácter. De acuerdo a Harold Schonberg, Mozart era "un hombre complicado con una vida complicada y un talento inaudito para hacerse enemigos. Carecía de tacto, hablaba de manera impulsiva, decía exactamente lo que pensaba acerca de otros músicos (rara vez se trataba de comentarios elogiosos), tendía a mostrarse arrogante y altivo, y tuvo muy pocos amigos verdaderos en el mundo de la comunidad musical. Tenía reputación de persona frívola y casquivana, temperamental y obstinada"[8]. Físicamente, era más bien bajo y poco agraciado, con bastantes marcas de la viruela que lo aquejara en su niñez en el rostro, las manos regordetas y la nariz y cabeza un tanto desproporcionadas para su complexión.

Extraordinario intérprete de clavicordio, piano, órgano, viola y violín, Mozart no tuvo, sin embargo, una vida demasiado fácil, en términos económicos. Sus ingresos eran irregulares y su capacidad para administrarlos de modo sensato, prácticamente nula, lo que siempre le trajo problemas con su padre y sus acreedores. Aparte, valoraba demasiado su genio como para supeditarlo a ocupaciones menores o patrones inadecuados, lo que agregó una dificultad adicional. Siempre hizo todo lo posible por permanecer fiel a sí mismo. Cuando tuvo dinero, no tardó en despilfarrarlo y murió, de hecho, sin ningún centavo. Debió luchar tenazmente contra los reveses de la fortuna durante toda su vida, teniendo que ganarse el sustento por medio de diversos actividades, entre las que se cuentan las numerosas clases particulares que debió impartir a los no siempre dotados retoños de las familias acomodadas —habitualmente, mujeres, de las que, se dice, solía enamorarse—, giras por diversas ciudades del Imperio Austrohúngaro, puestos menores, como el de organista de la corte Salzburgo, abonos a conciertos, y la generosidad de un sinnúmero de amigos y mecenas, como el barón Gottfried van Swieten, la condesa Wilhelmine Thun o el conde August von Hatzfeld, que lo ayudaron por lo menos hasta los malos tiempos de la guerra contra Turquía (1788 - 1790), lo que en absoluto satisfacía sus enormes aspiraciones artísticas. Al igual que Leopold, nunca llegó al cargo de Kapellmeister. Únicamente, al de Kammermusikus, debido a una oportuna decisión del emperador ilustrado José II, lo que supuso una fuente, si bien no demasiado generosa, al menos, segura de ingresos en los tiempos de carestía. A todo lo cual se agregaron múltiples problemas de salud relacionados principalmente con dolores de tipo reumático y un creciente distanciamiento de su padre y mentor, fallecido en 1781, cuando Mozart contaba con treinta y un años.

Luego de ser rechazado tres veces por la talentosa cantante Aloysia Weber, la mayor de las hijas de una pobre y bohemia familia de Mannheim, contrajo matrimonio con la menor de las hermanas, Contanze, una muchacha del todo corriente, según el propio Mozart, el 4 de agosto de 1782, lo que desagradaría profundamente a Leopold, produciéndose un considerable alejamiento entre padre e hijo. Con ella tuvo cinco hijos, de los que sobrevivieron solamente dos: Karl Thomas y Franz Xaver Wolfgang, lo que no debe sorprendernos demasiado, puesto que en aquella época la mortalidad infantil y general era altísima. Él mismo Mozart con su hermana Nannerl habían sido los únicos sobrevivientes de los siete hijos que tuvo Leopold con Anna Maria Pertl.

El deceso de Wolfgang se produjo hacia la una de la madrugada del día 5 de diciembre de 1791, con solo treinta y seis años, en medio de fiebres agudísimas y algunas ideas paranoides de que podrían estar envenenándolo con aqua toffana, una mezcla de arsénico blanco, antimonio y óxido de plomo que podía introducirse en la dieta de la víctima, sin que pudiera detectarse, en cantidades pequeñas, a lo largo de varios meses"[9], justo en el momento en que la mala fortuna de los últimos años parecía comenzar a retroceder paulatinamente. Sin ir más lejos, el propio Antonio Salieri confesó haberlo hecho... desde el manicomio, donde pasó sus últimos días, lo que dio pie a todo tipo de elucubraciones, como la misma obra de Peter Shaffer, en que se inspiró Forman para crear su monumental Amadeus.

Las razones médicas de la muerte de Mozart aún no han sido completamente esclarecidas, aunque se sostienen al menos tres posibles hipótesis: fiebres reumáticas, nefritis y fallo general del riñón. Fue modestamente enterrado en el cementerio de San Marcos, en una fosa común ocupada por seis u ocho cadáveres.

En cuanto a las características esenciales de su música, catalogada de modo exhaustivo por el musicólogo, escritor, compositor, botánico y editor austríaco Ludwig Alois Ferdinand Ritter von Köchel[10], prefiero ceder nuevamente la palabra al musicólogo Harold Schonberg: "Oir la música de Mozart es simultáneamente fácil y difícil. Fácil a causa de su elegancia, su melodía interminable, su organización clara y perfecta; difícil, por su profundidad, su sutileza y su pasión."[11]

Fue influenciado por músicos como Johann Schobert, Carl Philip Emmanuel y Johann Christian Bach (dos de los numerosos descendientes de Johann Sebastian), Franz Joseph Haydn y su propio padre, Leopold.

Entre sus muchas composiciones para la escena y/o la voz se destacan las óperas: El rapto en el serrallo, estrenada el 16 de julio de 1782; Las bodas de Fígaro (1786), basada en una obra de Beaumarchais; Don Giovanni (1787), inspirada en el legendario personaje creado por Tirso de Molina alrededor de 1630[12]; la divertidísima Così fan tutte (1790), en la que se trata de un modo, por así decirlo, bastante liberal el tema de la infidelidad; La Flauta Mágica (1791), considerada por algunos como una especie de cifrado manifiesto masónico[13], la «Gran Misa» en do menor, K. 427, y el ya mencionado Requiem en Rem, K. 626, que Mozart llegó a considerar como su propia misa de difuntos, en medio de los arduos últimos días de su vida, pese a no haber alcanzado a completarlo. Lo hizo Franz Süssmayr, uno de sus discípulos, con notable habilidad.

De la enorme producción instrumental, me parecen imprescindibles los cuartetos para cuerda dedicados a su amigo Franz Joseph Haydn, aparente inventor del género; en especial, el cuarteto conocido como «de las Disonancias» debido a la impresionante introducción; los conciertos para piano número 18, 21 y 25, el Concierto para clarinete, la archiconocida pero encantadora Pequeña serenata nocturna en SolM, K. 525, interpretada por absolutamente todos los conjuntos callejeros y grandes orquestas del mundo; la totalidad de sus sonatas para piano y parte de las últimas sinfonías: 39, K. 543; 40, K. 550 y 41, K. 551, conocida como "Jupiter", en las que el estilo clásico pareciera alcanzar cuotas inéditas de perfección, igualadas únicamente por su natural sucesor, el impetuoso revolucionario Ludwig van Beethoven.

Pero, ciertamente, esta escuálida lista no pretende, ni mucho menos, ser representativa del legado mozartiano, sino, únicamente, constituir una selección absolutamente subjetiva, dentro de un inmenso templo que aspira al cielo y se abre, generoso, a la luz del mediodía, acogiendo a todos aquellos bienaventurados seres de corazón puro, capaces de reconocer a su semejante más allá de las superficiales diferencias de nacimiento, credo o condición social y, por esto mismo, representativo de la más genuina universalidad.

No temamos acercarnos a Mozart; desde donde se encuentre, sabrá acogernos e iluminarnos con el fuego cálido de su inagotable inspiración y, en una de esas, convertirnos a una nueva fe, hecha a la medida de un hombre nuevo y elevado, un hombre superior.

Guillermo Riveros Álvarez



[1] En gran medida vehiculados subrepticiamente hasta el día de hoy por la masonería, a la cual se unió el 14 de diciembre de 1784, siendo su logia «Zu gekrönte Hoffnung» («La esperanza coronada»).

[2] Lo que, por otra parte, aparece retratado con bastante nitidez en la excelente cinta Amadeus de Milos Forman de 1984, en la que vamos descubriendo a Mozart a través de los ojos de su supuesto archienemigo, el compositor Antonio Salieri, a quien se ha acusado, entre otras cosas, de envenenar a Mozart mientras éste componía su propio Requiem, lo que, hasta ahora, ha sido descartado por los expertos.

[3] Algo así como un director musical de la época.

[4] Schonberg, Harold C.: Los grandes compositores (I), De Claudio Monteverdi a Hugo Wolf, Ma non troppo, Robinbook, Barcelona, 2005, pág. 120.

[5] Jackson, Gabriel: Mozart. Biografía de uno de los más grandes artistas de la humanidad. 1° edición. Península. Barcelona, 2006.

[6] Jackson, Gabriel: op. cit., pág. 82.

[7] Jackson, Gabriel: op. cit., pág. 126.

[8] Schonberg, Harold C.: op. cit., pág. 112.

[9] Jackson, Gabriel: op. cit., pág. 205.

[10] De ahí la inicial «K» que precede al número de cada una de sus obras. Su catálogo, denominado Chonologisch-thematisches Verzeichnis sämtlicher Tonwerke Wolfgang Amadé Mozarts, fue publicado en Viena en el año 1862.

[11] Schonberg, Harold C.: op. cit., pág. 121.

[12] Existe una notable adaptación cinematográfica de esta obra de 1979, dirigida por Joseph Losey e interpretada, entre otros, por la famosa Kiri Te Kanawa, Ruggero Raimondi y Edda Mosser en los papeles principales.

[13] Y llevada a la pantalla grande por el genial realizador sueco Ingmar Bergman en 1975.