No deja de ser extraño que nunca me haya atrevido a hacer un comentario de música, pese a todo el tiempo que llevo escribiendo aquí y la enorme afición que tengo a escuchar un disco tras otro, a toda hora, desde hace muchos años. Las razones son múltiples, pero se reducen básicamente a una: el pudor que me producía referirme a un tema tan volátil e inaprensible como el arte de los sonidos. El temor, en definitiva, a caer en el más flagrante impresionismo, en el flatus vocis que detesto en tantos otros comentaristas...
Pero ya es hora de traer a la más alada de las musas a la palestra y comenzar a hacer justicia, aunque sea de un modo tardío y un tanto torpe. Y para comenzar con lo mejor, es que me he decidido por un género tan —a mi juicio— injustamente marginado o estigmatizado por la mayor parte de la gente: la mal llamada música «clásica», «docta» o «seria», y por uno de los autores que más me apasiona: Ludwig van Beethoven.
¿Qué es lo que, en efecto sabemos de Beethoven? En fin: que fue educado para ser un prodigio, a semejanza de Mozart; que era un genio arrogante, impulsivo, mal humorado, bastante torpe en cuanto a los asuntos domésticos y su propia apariencia, un eximio pianista e insuperable improvisador, que aporreaba los teclados al punto de obligar a modificar la naturaleza del instrumento para cumplir con las exigencias que imponía la ejecución de algunas de sus piezas; que quiso, sin mayor éxito, convertir a su sobrino Karl en un músico sobresaliente a punta de una férrea disciplina; que se quedó casi completamente sordo al fin de sus días, etc. Una verdadera leyenda del artista-héroe vapuleado por las circunstancias y finalmente orgulloso y vencedor frente al destino, reconocido por el mundo y, con justicia, como uno de los más grandes genios de la música y, con una alta probabilidad, como el primer verdadero romántico, en el amplio sentido del concepto [1]; es decir, tanto vital como artísticamente hablando, por su entrega absoluta a su arte y su misión, por su afán de trascendencia y arrogancia individualista, por el gesto aristocrático de su vida, conquistando no solo el gusto de la frívola y exigente Viena sino también un merecido respeto y consideración como creador y hombre libre, reluctante a todo tipo de sumisión. De hecho, se dice que su funeral fue acompañado por más de diez mil personas, aunque algunos otros autores hablan del doble. [2]
¿Qué conocemos de su obra? De seguro, la violenta entrada de la Quinta Sinfonía, conocida como «la llamada del Destino»; el abusado último movimiento coral de la Novena; algunos compases del Adagio sostenuto de la Sonata Claro de Luna, tantas veces usado por el cine y la publicidad; la nunca bien ponderada bagatela Para Elisa y alguno que otro fragmento disperso, por aquí y por allá. Pero Beethoven es, a no dudarlo, muchísimo más que su caricatura o su leyenda que, como siempre, ha terminado ocultando más que revelando al atormentado creador que se encontraba detrás de la máscara. Su colosal trabajo constituye, más bien, un complejo universo de sensibilidad única, tanto humana, como musical, pese a haber asimilado a la perfección las grandes tendencias de su época, que yo sinceramente recomendaría explorar pacientemente, de principio a fin, pero que, debido a las restricciones propias de una columna como ésta debo acotar de modo de no perder especificidad, lo que me sitúa frente a un difícil dilema: ¿qué elegir de entre la inmensa y proteica obra construida a punta de sacrificio y arduo trabajo durante más de cincuenta años? ¿Aquellos insuperables colosos de inigualable vigor y sentimiento que constituyen las sinfonías, o bien, los cuartetos para cuerda? Y ¿cuáles, de entre estos? ¿Los dedicados al conde Razumovsky o los del Op. 130, 131 y 132, marcados por un aura de incomprensible sublimidad y tal vez locura?
Difícil cuestión, sin duda alguna.
Para no caer en el grandioso ámbito sinfónico u orquestal, absolutamente descollante, recomendaré algunas piezas menos conocidas para el público general, pero no por eso, menos significativas que las ya mencionadas anteriormente. Un Beethoven algo más íntimo y cercano, que en ocasiones pareciera susurrarnos un fascinante secreto acerca de sus propias ambiciones o mostrarnos un camino de paz en medio de los tormentos de Heiligenstadt; sugerirnos un estado de ánimo melancólico o sumirnos en una suerte de éxtasis místico, de encuentro con la naturaleza o la humanidad, con la que el mismo Beethoven se relacionara de un modo tan problemático. Se trata de las sonatas para piano; una importantísima parte de su música de cámara. Seis de ellas. Mis favoritas.
Sonata No. 8 en do menor, Op. 13, conocida como «Patética»
Escrita entre 1797 y 1798 y publicada al año siguiente, fue dedicada al príncipe Karl Lichnowsky, uno de los principales mecenas de Beethoven en Viena, a quien dirigiera las siguientes palabras: “Príncipe, lo que usted es no tiene otra causa que un accidente de nacimiento; lo que soy yo, lo debo exclusivamente a mis propios esfuerzos. Ha habido miles de príncipes y habrá todavía miles más, pero solo existe un Beethoven”[3], que reflejan la alta estima en que Beethoven se tenía a sí mismo y su cruda franqueza y altivez. Esta es, sin duda alguna, una de las más ampliamente conocidas composiciones para piano del genio de Bonn, llena de la expresividad y fuerza que con el paso del tiempo lograrían convertirse en rasgos esenciales de su estilo de madurez. La línea melódica es especialmente clara y cantabile, aún en los momentos de mayores exigencias técnicas del Grave – Allegro, la gran innovación de la pieza según algunos. A diferencia de lo que pareciera indicar su denominación profana, la Sonata no. 8 parece más animada por un interés propiamente pianístico que por elaborar una suerte de «relato de pasiones», alcanzando sobre todo en el último movimiento cuotas de animada coquetería cortesana y virtuosismo.
Sonata No. 14 en do sostenido menor, Op. 27 No. 2 «Claro de Luna»
Llamada también Sonata Quasi una fantasia, fue compuesta en 1801 y publicada en 1802. Su denominación popular “procede probablemente de una crítica escrita por Heinrich Rellstab (1799-1860) en la que se comparaba el primer movimiento a «una barca que visita, con el claro de luna, los paisajes primitivos del Vierwaldstättersee (Lago Lucerna) en Suiza”.[4] Fue dedicada a la condesa Giulietta Guicciardi, quien fuera alumna de piano de Beethoven durante 1801, y se caracteriza por el amplio abanico sentimental desplegado en sus tres disímiles partes. Desde la hipnotizadora melancolía terminal del primer movimiento hasta la irritación categórica del tormentoso Presto Agitato, pasando por la alegre despreocupación infantil del Allegretto, la Sonata No. 14 puede ser considerada una obra maestra del contraste. Es una de las sonatas que escucho con mayor nostalgia debido a que estuve tratando de descifrar el bello primer movimiento durante más de un año, con el ingenuo deseo de imitar la incomparable interpretación de Claudio Arrau. Logré aprenderlo prácticamente de memoria durante un tiempo, pero luego, ante la ausencia de un instrumento donde seguir practicando y ya más conciente de las molestias que ocasionaba mi torpe empecinamiento en domicilio ajeno, terminé olvidándola casi por completo, acabando de una vez por todas con una tardía, aunque tal vez no por eso menos promisoria, vocación de pianista.
Sonata No. 17 en re menor, Op. 31 No. 2 «Tempestad» (1802)
Aquí prima el elemento pasional, urgente y «descriptivo» desde el mismo comienzo, marcado por el ímpetu de una fuerza ciega que pugna por abrirse paso hacia delante en medio de una espesura sentimental. Como en la mayor parte de la música romántica posterior, esta composición se encuentra atravesada de un extremo a otro por un ardiente deseo de exponer, describir o «transcribir» sentimientos arrebatadores, ya sea de extremo ímpetu como de profunda melancolía, en el movimiento central, que pareciera anticipar en parte al bello Adagio del Concierto para piano y orquesta No. 5 en mi bemol mayor llamado «Emperador». Aún recuerdo la impresión de absoluta perplejidad que me causó el obsesivo tema del tercer movimiento, interpretado por otro insigne maestro chileno, Alfredo Perl, la primera vez que escuché esta sonata en la radio, sin saber de qué se trataba. Por una serie de eventos desafortunados no pude asistir a uno de sus últimos conciertos en Chile a fines de 2003. Perl interpretaba, justamente, las últimas tres sonatas de Beethoven.
Sonata No. 23 en fa menor, Op. 57 «Apasionada»
Escrita entre 1804 y 1805 y publicada en 1807, fue dedicada al conde de Brunswick, otro de los numerosos protectores del compositor. Como su nombre lo indica, esta sonata exuda sentimiento, si bien es cierto pareciera exponer dramáticamente un conflicto entre la contención y la liberación de las pasiones, conflicto que, por otra parte, parecieran terminar ganando éstas en un fortissimo cierre. Especial interés merece el segundo movimiento. La música pareciera ir elevando poco a poco la voz, como si surgiera a partir de las cenizas del silencio o una experiencia penosa para pasar luego a recordarse con cierto distanciamiento y coquetería, o bien, como si recuperara la confianza para abrir nuevamente la puerta de las confesiones íntimas y la alegría, estado de ánimo que, sin embargo, es abruptamente cercenado por el agitado tercer movimiento, en que la sospecha y la violencia vuelven a sacudir el teclado con implacable violencia, avasallándolo todo en los compases finales.
Sonata No. 29 en si bemol, Op. 106 «Hammerklavier»
De lejos, la sonata más larga escrita alguna vez por Beethoven y una de las más exigentes en términos de interpretación y tolerancia por parte del público,
Sonata No. 30 en mi, Op. 109
Dedicada a Maximiliane Brentano [6], la sonata no. 30 fue escrita durante 1820 y publicada al año siguiente. Como la mayor parte de las obras de su madurez, esta obra implica una rotunda ruptura frente a lo anteriormente hecho en busca de una mayor expresividad y lirismo. El Andante molto cantabile ed espressivo con el que se clausura es una clara muestra de aquello y uno de los más delicados momentos en toda la obra del compositor austriaco, que ya había entrado derechamente en el ámbito de la sordera más absoluta desde hacía por lo menos tres años, aislándolo cada vez más de su amada musa, Euterpe, como también de los hombres, a quienes amaba más allá de toda aparente misantropía. No en balde fue que Beethoven escogiera la oda «An die Freude» («A
Solo espero que estas esquemáticas consideraciones no hayan servido únicamente como una pequeña introducción a las geniales sonatas de Beethoven, sino también a toda su colosal producción, llena de belleza, intensidad y grandeza. En cuanto al intérprete y, más allá de cualquier tipo de chovinismo de última hora, sugiero las excelentes grabaciones que realizara Claudio Arrau para el sello Phillips entre los años 1962 y 1968.
Guillermo Riveros Álvarez
[1] Lo señalo firmemente, aunque muchos autores discrepen en torno a esta idea, sosteniendo que Beethoven es un fiel representante del clasicismo, o bien, un artista a medio camino entre uno y otro periodo o estilo: un «prerromántico».
[2] El director y guionista Bernard Rose ha logrado un notable retrato del compositor en su cinta de 1994, Amada inmortal (Inmortal Beloved), utilizando al intenso y camaleónico Gary Oldman (State of Grace, 1990; Bram Stoker’s Dracula, 1992) en el rol protagónico, destacando la relación del compositor con algunas de las mujeres que se cruzaron en su vida, bajo la óptica de su incondicional admirador y biógrafo, Anton Schindler. Por su parte, Gary Oldman no solo se luce construyendo un personaje extraordinario y verosímil a un mismo tiempo, sino que también interpreta buena parte de las piezas de piano que aparecen en la filmación.
[3] Kerst, F.: Beethoven, the Man and the artist, as Revealed in his Own Words, trans. H. E. Krehbiel, New York, R/1964 (Citado en Cooper, Barry (ed.): The Beethoven Compendium, Borders Press, London, 1991, pág. 104. Traducción de GRA.)
[4] Randel, Don (ed.): Diccionario Harvard de Música, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pág. 253.
[5] Cooper, Barry (ed.): The Beethoven Compendium, Borders Press,
[6] Hija de Franz y Antonie Brentano (nacida Birkenstock), una de las posibles destinatarias de la famosa carta de julio de 1812 dedicada a la misteriosa Amada Inmortal, que ha hecho devanar los sesos de tantos biógrafos.
[7] Las piezas de Beethoven que se encuentran actualmente orbitando nuestro sistema solar junto a otros sonidos y obras de diversas procedencias y autores son el primer movimiento Allegro con brio de