Aún arriesgándome a parecer nepotista e irritar a alguno de ustedes es que quiero volver a recomendarles un libro firmado por Cristián Barros. Nuevamente, en calidad de narrador, como cuando me referí a Tango del Viudo[1], relato en que Barros hurgaba entre los pliegues de la vida de un joven Neruda atormentado por la soledad y los acechos de una apasionada birmana para construir un estremecedor relato de largo aliento.
Justificaciones tengo de sobra.
En primer lugar, creo que La espesura cuenta con méritos más que suficientes para convertirse en uno de los mejores libros de este año, pese a haber aparecido a fines de diciembre de 2004. En segundo, porque creo que mi amigo es sin duda alguna una de las voces más originales y potentes dentro del más bien opaco panorama de las letras nacionales, por más que algún comentarista insidioso se empeñe en insinuar lo contrario. En tercero y, complementando las razones anteriores, porque creo que, de seguir escribiendo como ahora, Barros logrará convertirse no solo en uno de los mejores escritores de nuestro país sino y, aunque esta afirmación parezca un tanto exagerada, de la literatura en lengua castellana, viéndose más temprano que tarde su frente coronada con los merecidos laureles de la gloria. Será en ese momento cuando ustedes piensen que yo tenía algo de razón y un sentimiento de satisfacción sea suscitado por haber podido seguir de cerca la carrera de una de las más grandes figuras de las letras del último tiempo. Pero, para no seguir construyendo panegíricos sobre el aire, pasemos a lo concreto, la novela.
Luego de dos años de ausencia, Javier Lezaeta regresa a la hacienda paterna para la doble celebración del primer centenario de la Independencia de Chile y un inesperado matrimonio arreglado por su padre entre él y la eterna enamorada de Javier, su prima Renata. En medio de la celebración, sin embargo, un disparo asusta a la perra de la casa, llevándola a huir hacia un bosque de arrayanes. No sin cierto desgano, Javier decide salir a buscarla, iniciándose de esta forma un enigmático viaje hacia la espesura que no solo lo acercará al oscuro recuerdo de un asesinato cometido por él y sus primos años atrás sino también a su propia historia y la de su familia, posibilitando una suerte de expiación.
Una trama sencilla para una novela nada sencilla; muy por el contrario, penetrante en términos de exploración psicológica, llena de interrogantes y ambigüedades y, a la misma vez, abundante en ramificaciones, metáforas y símbolos acerca de nuestra historia pretérita y reciente, marcada por la hipocresía, la violencia y los privilegios de la clase dominante.
Pero La espesura no se conforma únicamente con el mero retrato psicológico; por el contrario, pretende alzarse como oportuno retrato de época, valiéndose de la figura de Balmaceda, la familia Lezaeta y la flotante legión de trabajadores y campesinos del lugar, develando todo lo que hay de mascarada hipócrita y endogámica, y desplegando un abanico de seres extraños y perturbadores difíciles de olvidar, como Renata, que se flagela con las agujas que utiliza para coser sus miriñaques y las casullas de la iglesia, Ochoa, “un mutilado de la Guerra del Pacífico” atormentado por la nocturna invasión de su “miembro fantasma”, o el reaccionario cura Juarroz “quien, también de cuna humilde, veía en los pobres, sus pobres, una grey preservada para sanear la Creación a través del padecimiento personal”.
Un alucinado y alucinante relato en contrapunto que entrevera el ahora con el entonces y el desplazamiento en el espacio con el desplazamiento en el tiempo (“seguir adelante era en realidad retroceder, tal vez no en el espacio pero sí en el tiempo, significaba una involución”), tiempo inmemorial del primer crimen, la primera caída.
Una novela excepcional en cuanto a estilo y sintaxis, que sabe reconstruir las tradiciones, costumbres y registros de la vida rural con inusitada verosimilitud y vivacidad e indagar en la trastienda de las verdades oficiales y fáciles de digerir, para descorrer el pesado cortinaje que oculta el impertinente recuerdo de la sangre derramada secularmente.
Pero, como no tengo intención alguna de engañarlos, debo advertirles que La espesura no es de ningún modo una novela de rápida digestión debido, en parte, a las mismas peculiaridades de la historia y las estrategias estilísticas propias del autor —profusión lexicográfica, yuxtaposiciones sintácticas y espacio-temporales, celo didáctico; por solo mencionar algunas— pero una enorme satisfacción aguarda a quien sea capaz de adentrase en la espesa maraña de sus páginas: la satisfacción de finalmente abrirse paso a través de las sombras y alcanzar una pequeña lucidez, “el destello de un oráculo, una estela informativa, una pista conducente a un cuadro de mucho mayor nitidez, donde el muerto tuviera un nombre, una familia, una historia, y no fuera, por desgracia, un nudo aislado, una intersección fortuita entre potenciales víctima y victimario”.
Dependerá de nosotros decidir si Barros ha conseguido o no brindarnos una imagen lograda del Chile de principios del siglo XX con que pretende inaugurar la ambiciosa trilogía que ha prometido. Por lo menos a mí La espesura me parece un sólido cimiento sobre el cual seguir edificando, y un admirable desafío a estos tiempos de facilidad y evasión.
Guillermo Riveros Álvarez