18 de octubre de 2005

LOS EVANGELIOS GNÓSTICOS. Ensayo de Elaine Pagels.


Si sacas lo que hay dentro de ti, lo que saques te salvará.
Si no sacas lo que hay dentro de ti, lo que no saques te destruirá.

Entre las numerosas consecuencias colaterales que el inesperado huracán Brown parece haber suscitado en la muchas veces mezquina y esquiva curiosidad humana, existe al menos una que me resulta de particular interés: el resurgimiento o renovado interés que se ha abatido sobre temas habitualmente reservados a ciertas ampulosas minorías o deshonestos charlatanes, relacionados de modo más o menos directo con la apasionante cuestión de la identidad e importancia de María Magdalena y los orígenes del cristianismo vinculados, a su vez, con otro tema aún mayor acerca del canon bíblico; es decir, la "pequeña selección de fuentes específicas, elegidas entre docenas de otras fuentes" (p. 37) , sobre la que se edificó la doctrina de la que, gracias a la conversión de Constantino, circa 313, llegaría a convertirse en la religión oficial de uno de los más grandes imperios que haya conocido la historia universal y luego, de Occidente, la misma que hoy aglutina a cerca de mil millones de personas en todo el mundo, constituyendo una de las principales religiones mundiales.
Pues bien, la historia y naturaleza del documentado ensayo escrito por la profesora Elaine Pagels, formada en historia y estudios clásicos en Harvard y Stanford, que me anima a escribir en la presente ocasión, tiene directa relación con los temas arriba mencionados, aunque, por cierto, no se agota en ellos, y puede ser relatada del siguiente modo.
Durante muchísimo tiempo —cerca de 1.600 años, a decir verdad— se creyó que los únicos evangelios existentes eran los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, conocidos como los evangelios canónicos. Un sorpresivo hallazgo en el Alto Egipto, no obstante, cambiaría dicho estado de cosas para siempre, provocando un cataclismo de proporciones al interior de la iglesia: el descubrimiento de una verdadera biblioteca de cristianismo primitivo, compuesta por 52 "traducciones coptas, hechas hace unos 1.500 años, de manuscritos más antiguos" (p. 14) escritos originalmente en griego, la lengua del Nuevo Testamento, realizado por un campesino árabe llamado Muhammad 'Ali al-Samman, en diciembre de 1945. Algunos textos, indudablemente emparentados con los temas y personajes de los evangelios reconocidos por el cristianismo actual, como el Evangelio de Felipe, el Evangelio de María o bien el Evangelio de Tomás, que parecen sugerir desde su mismo nombre una diversidad de mirada acerca de la vida y los hechos atribuidos a Cristo, y otros, un tanto más desconcertantes o enigmáticos, como el Apocalipsis de Pedro, el Segundo tratado del gran Set, o el poema Truena, mente perfecta, de carácter más esotérico e iniciático.
A dichos textos es que se los conoce en la actualidad bajo el rótulo de evangelios «gnósticos» o biblioteca Nag Hammadi, debido al hecho de contener, en su mayoría, una serie de creencias pertenecientes a una multitud de individuos o sectas denominados a sí mismos gnósticos —a quienes hasta el momento del aludido descubrimiento conocíamos únicamente a partir de lo que feroces adversarios ortodoxos, como el obispo Ireneo de Lyon o el polemista Tertuliano, habían escrito acerca de ellos—, y haber sido encontrados "cerca de la población de Naj Hammadi (sic), en la Jabal al-Tariff, una montaña en la que había más de 150 cuevas" (p. 11).
¿Quiénes eran estos gnósticos y en qué creían? De partida, es necesario aclarar que los gnósticos constituían más bien una gran variedad de grupos con diversas creencias e influencias (judías, griegas, egipcias, indias), que un todo homogéneo, derivando su nombre "del griego gnosis, palabra que suele traducirse por «conocimiento». [...] Pero gnosis no significa principalmente conocimiento racional [...] Tal como la utilizan los gnósticos, podríamos traducirla por «intuición», porque gnosis entraña un proceso intuitivo de conocerse a uno mismo. Y conocerse a uno mismo, decían ellos, es conocer la naturaleza y el destino humanos [...] en el nivel más profundo, es al mismo tiempo conocer a Dios; este es el secreto de la gnosis" (p. 18).
Dichos gnósticos recibían por lo general el nombre de sus maestros, siendo estigmatizados para siempre como los herejes o los heterodoxos («desviados» de la doctrina oficial), por la naciente iglesia católica que comenzaba a pergeñarse en los primeros siglos de nuestra era. Así, los seguidores de Valentín recibían el nombre de «valentinianos»; los de Marción, el de «marcionitas» y los de Carpócrates, «carpocratianos», reservándose el término de «simoníacos» para abarcarlos a todos en general, debido a que se consideraba a Simón Mago de Samaria, "el archienemigo de Pedro", como «el padre de todas las herejías» (p. 88). La enorme virulencia con que eran atacados por los ortodoxos (Ireneo, Tertuliano, Hipólito, Agustín, etc.) constituye una prueba contundente tanto de la capacidad de persuasión que dichos «desviados» ejercían sobre sus contemporáneos en un momento en que el cristianismo distaba muchísimo de ser lo que hoy entendemos como tal, como de la necesidad de eliminarlos o rechazarlos física e ideológicamente para construir la institución universal («católica») del Cristo desaparecido tiempo atrás.
Entre otras cosas, los gnósticos creían en un universo dualista y degradado de sus orígenes espirituales, en que los principios de bien y del mal estaban respectivamente representados por el espíritu y la materia, al modo platónico; en una interpretación no literal o simbólica de los textos sagrados, que los distinguía de los así llamados cristianos ortodoxos, que solían inclinarse por una interpretación literal; una diferencia de grado entre las diversas «iniciaciones» y los mismos miembros de «la iglesia verdadera», además de una serie de otros conceptos e intrincadas cosmologías dependientes de cada grupo en particular que, en ocasiones, los llevaban a asumir posturas radicalmente contrarias a las ortodoxas, como la de sostener que el Dios-Creador del Antiguo Testamento, "el dios de Israel", es distinto al Dios-Padre —algo así como una divinidad inferior, maligna y degradada—; sugerir que Cristo pudo ver en María Magdalena algo más que una mera compañera o discípulo, o bien, a afirmar que el esperado «Reino de los Cielos» no es un acontecimiento real a producirse en la historia, sino una metáfora para referirse a un estado superior de conciencia en que el iniciado y Cristo devienen idénticos, contradiciendo de esta forma la creencia tradicional de que Dios es esencialmente distinto de la humanidad, la completa alteridad.
Aparte del revelador ensayo Los evangelios gnósticos (1979), Elaine Pagels es autora de Adán, Eva y la serpiente (Crítica, 1990), The origin of Satan (1995), Beyond Belief: The secret gospel of Thomas (2003), Más allá de la fe (Crítica, 2004), etc. Actualmente, se desempeña como profesora de religión de la Universidad de Princeton, EE. UU.
Cabe esperar que este renovado interés por la trastienda de nuestras creencias y conocimientos oficiales, sin embargo, no se desperdicie o diluya en una suerte de paranoica búsqueda de significados ocultos y lecturas entre las líneas de textos más o menos sagrados o profanos, y nos lleve a cegarnos ante otras influencias aún más tangibles y muchas veces menos sutiles, capaces de engendrar tanto o mayor cantidad de mal o ceguera a nuestro alrededor, porque en ese caso habremos fracasado del todo en nuestro deber de desarrollar una conciencia crítica y libre, y una conducta más o menos conforme con eso, y el diablo habrá logrado, nuevamente, hacernos creer que no existe, para actuar con aún mayor impunidad sobre nuestro maltratadísimo mundo, caído en tantas desgracias.

Guillermo Riveros Álvarez

24 de septiembre de 2005

Todas íbamos a ser putas. Cuentos de Roberto Fuentes. Alfaguara editorial, Santiago, 2005.


El prolífico Roberto Fuentes[1] vuelve a la carga con un nuevo libro de provocador título, elaborado a partir de un verso de nuestra galardonada Gabriela Mistral, arremetiendo con una de sus mejores facetas, la de cuentista, acreditada por una serie de laureles y galardones obtenidos a lo largo de su fulminante carrera.

Premiado por unanimidad con un Fondo de Cultura por un jurado compuesto por Jaime Hagel, Tulio Espinoza, Ruby Carreño, Eugenia Echeverría y Jaime Blume como la Mejor Obra Literaria Inédita en género Cuento de 2004, y encumbrado hasta hace poco tiempo en los primeros lugares de los rankings de los más vendidos, incluida la influyente lista de la Revista de Libros de El Mercurio, Todas íbamos a ser putas se perfila, sin duda, como uno de los mejores libros de relatos aparecidos en Chile durante el último tiempo. Y, si bien es cierto, no me gusta recomendar insumos culturales que se vendan por sí mismos o tengan una probada plataforma de publicidad, quisiera por una vez romper con dicha costumbre para referirme a este compendio, porque creo que pocas veces como en este caso se conjuga de un modo tan afortunado el «éxito comercial» (si es posible hablar en estos términos en nuestro iletrado país) con la calidad de un producto.

En efecto, Todas... constituye una amenísima colección de trece cuentos dividida en dos partes vinculadas por una cierta afinidad de temas o tono: Vida de putas y La puta vida. Con particular verosimilitud, "el Machuca de la literatura"[2] vuelve a desdoblarse en una serie de personajes entrañables y reconocibles que parecieran ir conformando, poco a poco, el reparto de un autor que no se detiene ante nada y paulatinamente va definiendo sus modos y sus constantes. No solo unos tipos humanos, también una sensibilidad, de marcado anclaje en lo social, y un estilo "vivo, vivísimo, vivaz, vivaracho", que "sabe atrapar al vuelo la cotidiana mosca de la oralidad, esa mosca familiar", en palabras de Hernán Rivera Letelier, capaz de inmiscuirse en la mente de una serie de memorables personajes abrumados o cercados por el deseo, la curiosidad, la pobreza, o todas a la vez. Algunos, ya familiares para nosotros, como el Betto y sus amigos de Algo más que esto (Alfaguara, 2004), su novela inaugural, y otros menos conocidos o recién desvelados, como la voraz y deslenguada Camila Pino, que abre el conjunto con un largo e intenso monólogo, cargado de salvaje sexualidad y furor, o el finiquitado Jaime Callupi, vívido retrato del trabajador aplastado por un sistema deshumanizado e injusto.

El volumen incorpora tanto relatos ya probados o galardonados, como «No te acerques al Menotti» (primer premio en el concurso patrocinado por Revista Paula del año 2003), y «Un huevón más» (incluido en la antología Uno en quinientos (Alfaguara, 2004) que él mismo Fuentes recopilara con el fin de recaudar fondos para la Fundación Edudown que ayuda a los niños con Síndrome de Down, reuniendo a escritores de la relevancia de Germán Marín, Armando Roa y Ramón Díaz Eterovic, en "una especie de corte transversal de la narrativa chilena de nuestros tiempos"[3]), como historias nuevas y frescas, como la tristemente irónica «El futuro de Chile» o «Recursos humanos», que clausura el volumen.

A diferencia de otros autores legítimamente embarcados en una preciosista cruzada personal que pareciera privilegiar la forma sobre el contenido, Roberto Fuentes ha decantado su escritura en la sencillez, la llaneza, la proximidad, huyendo de toda suerte de mistificaciones y mascaradas, otorgándole mayor importancia a la historia que al modo de contarla. Un estilo sencillo, pero no por eso, menos absorbente y penetrante, marcado por la influencia de narradores del estilo de Roberto Bolaño o Ernest Hemingway, capaz de comunicar una particular «mirada» sobre la realidad, al tiempo que rescatar la poesía de los acontecimientos mínimos y los más auténticos giros expresivos de nuestro chilenísimo modo de hablar, que muchos descuidaríamos como material carente de importancia o literariedad. Aunque en absoluto debe confundirse esta sencillez estilística o temática con descuido ni mucho menos. Tras la serie de historias y personajes con que nos deleita Fuentes, se encuentra el oficio minucioso del artesano genuino y persistente, que no se entrega a los vicios ni guiños de las modas pasajeras, sino que, por el contrario, se obstina en desarrollar una personalidad propia al tiempo que acrecienta la presencia y dignidad de seres marginados del canon. No los marginados fascinantes por su radical alteridad tan del gusto de cierto público y cierta crítica posmoderna, por cierto, sino la clase de marginados que podemos encontrarnos a la vuelta de cualquier esquina, rezongando ocultos tras los multicolores colgajos de algún centro comercial, jugando "una brisquita" en un improvisado refugio de obreros de la construcción, o bien, esperando su finiquito en la sala de alguna empresa, donde todo es simulacro. Un mundo generalmente marcado por la exclusión y las carencias, es cierto, pero jamás vencido ni aplastado por ellas. Por el contrario, un espacio siempre abierto al asombro, el milagro, la luz del mediodía. O bien, al cambio y la redención, material y moral.

Como siempre, el mensaje de Fuentes se halla marcado de cabo a rabo por un optimismo alegre y militante, vital, como él mismo. Ninguno de sus personajes se deja abatir por la adversidad. Ni siquiera por la muerte, ya que aun desde el mismísimo más allá son capaces de animarse para devolver una pelota. La vida es elevada a valor supremo, a instinto superior.

En suma, un mundo de experiencias cotidianas y fundamentales iluminado por la ternura y la honestidad es lo que nos ofrece esta nueva antología de relatos breves de Roberto Fuentes. El mundo del pequeño milagro cotidiano, de la duda y la constante superación.

En el mes de la patria, la rotunda confirmación de un talento que parece consolidarse como una de las voces más genuinas y certeras de la narrativa chilena actual.


Guillermo Riveros Álvarez


[1] De quien ya les había hablado en el No solo de Lan vive el tripulante de marzo de 2004, a propósito de su primer libro de relatos Está mala la cosa afuera (Cuarto propio, 2002).

[2] Roberto Fuentes acerca de sí mismo en entrevista concedida al diario La Nación del 10 de mayo de 2005.

[3] VV. AA.: Uno en quinientos, Alfaguara, Santiago de Chile, 2004, pág. 10.

27 de julio de 2005

Christopher Nolan. Director de cine de origen británico.


“We all need memories to remember who we are. I'm no different.” Leonard Shelby en Memento.


Puede que el estreno de una nueva reencarnación de Batman sea una buena oportunidad para hablar de quien se oculta, esta vez, tras el uniforme blindado. No me refiero a Christian Bale, el actor, sino al joven director británico Christopher Nolan, a mi juicio, uno de los más innovadores y sofisticados directores de cine "de acción" del último tiempo, reclutado actualmente por la devoradora maquinaria hollywoodense aunque, espero, no perdido para siempre.

El encuentro de Nolan con la cámara es bastante prematuro. De hecho, a los siete años ya se encuentra preparando sus primeras obras con una cámara de 8 mm. que le obsequia su padre. Luego de estudiar literatura inglesa en la Universidad de Londres y llevar a cabo una serie de experimentos en su tiempo libre logra, finalmente, terminar su primer largometraje: Following [1], una cinta perteneciente al así llamado "cine negro" o post-noir, filmada durante algunos fines de semana, por la increíble suma de 6.000 libras, escrita y dirigida por él mismo, en la que ya se advierten con meridiana claridad los motivos que constituirán su personalísimo estilo, calificado de cerebral, intrincado y "psicológicamente demandante", por mencionar solo algunos calificativos que algunos entusiastas críticos le han colgado.

A mi juicio, algunas de las características más sobresalientes de este mencionado estilo son una audaz forma de narración no tradicional, caracterizada por lo fragmentario, elíptico y contrapuntístico, o bien, por una suerte de completa inversión o transgresión de la secuencia cronológica de las acciones [2], como en Memento; la soberbia capacidad de generar atmósferas y tensión por medio de un osado y efectivo uso de todos los elementos y recursos propios del séptimo arte: cámara, edición (Dody Dorn), montaje, actuaciones (Al Pacino, Carrie-Anne Moss, Alex Haw), ritmo narrativo, música (David Julyan, principalmente), más una suerte de tratamiento o, más bien, colateral aunque sistemático cuestionamiento —si se quiere metafísico o existencialista— de la realidad, que se desprende como una suerte de seductor aunque cáustico perfume de cada uno de los distintos relatos con los que hasta ahora ha construido sus largometrajes, cuestionando grandes temas humanos como el de la identidad, el tiempo [3], la rectitud moral, el mal y la manipulación —especialmente la manipulación [4]—, la importancia de la memoria o la mismísima realidad [5], que contribuyen a dotar a sus películas de un imprevisto "valor agregado" que al menos algunos espectadores apreciamos largamente. [6]

Sus peculiares héroes o antihéroes, por su parte, parecieran conformar una extraña casta de obsesivos y complejos solitarios, que deben fundar su propio código o «sistema» [7] para sobrevivir y llevar a cabo sus cometidos ("reunir material" literario o un botín; vengar o resolver un crimen) en una sociedad o un mundo que rechazan, son incapaces de entender (Leonard en Memento), o bien, los hostiliza y/o margina, ya sea apartándolos del sistema productivo y el trabajo asalariado (Following), o bien, privándolos de la memoria (Memento), el sueño (Insomnia) o la familia (Batman).

Podrían, sin duda alguna, agregarse muchos otros temas a los arriba esbozados, como el constante motivo de la "búsqueda" o "investigación", que en un comienzo parece tratar acerca de un tópico un tanto ajeno al sujeto en cuestión (aunque no necesariamente ajeno) para acabar volviéndose sobre el mismo sujeto, con una insospechada fuerza introspectiva, como se advierte con toda claridad en Memento e Insomnia. De hecho, en esta última, el detective Will Dormer se ve acosado por el significativo departamento de "Asuntos Internos", dirigido por un tal John Warfield, empeñado en hacerle la "guerra" debido a una serie de procedimientos dudosos aparentemente llevados a cabo por Dormer con el fin de acelerar y definir ciertos procesos judiciales, poniendo en tela de juicio una carrera brillante y reputada.

En suma, me parece que Christopher Nolan constituye un notorio caso de cineasta exigente y extraordinariamente conciente de sus obsesiones y métodos fílmicos, que no se deja digerir con la misma facilidad de los demás productos del mainstream (al que Nolan, sin embargo, admite pertenecer sin empacho alguno), ni se degrada a sí mismo como creador subestimando a su público, mostrándose más dispuesto a poner obstáculos en el camino del espectador que a brindarle un producto predigerido y rápidamente olvidable. Con la presumible excepción, claro está, de Batman begins, al parecer, una especie de fantasía de infancia hecha realidad [8] y una enorme concesión a la facilista industria del espectáculo.

En Following, Bill (Jeremy Theobald), un joven aprendiz de escritor desempleado que se dedica a perseguir ("shadowing") desconocidos con el fin de buscar material para sus relatos, se ve inesperadamente atrapado en su propia red al involucrarse con un enigmático individuo (Cobb, interpretado por un notable Alex Haw) que parece haberse adelantado a sus métodos "voyerísticos", radicalizándolos por medio de la súbita intervención en la vida privada de las personas cuyas viviendas allana y roba, con el supuesto propósito de darles una lección moral, aparte de despojarlos de ciertas posesiones que parecen no necesitar. [9] Pronto, sin embargo, el juego perderá toda “inocencia” para convertirse en la fachada de un peligroso negocio que hará de Bill una presa fácil de su propia curiosidad, su deseo y su codicia. Habrá por supuesto, todos los elementos característicos del cine negro: policías, ladrones y una rubia femme fatale recuperada de los años cincuenta, al tiempo que la película se desarrolla como una suerte de confesión que poco a poco nos revela los cambios y las peripecias que experimenta Bill para alcanzar un nuevo umbral de conocimiento y, tal vez, una nueva identidad.

A quienes no han tenido la oportunidad de ver Memento aún les diré, sin exagerar, que se han perdido uno de los mejores thrillers del último tiempo y, con toda probabilidad, la obra maestra del joven director británico, entre otras cosas, porque Nolan ha logrado la no despreciable proeza de construir un enigma virtualmente irresoluble ("a puzzle you can never solve") y abierto [10] a partir de un guión de su hermano Jonathan, que mezcla tráfico de drogas, amnesia temporal y el ya mencionado cuestionamiento metafísico acerca de la propia naturaleza de la realidad, prácticamente inédito en una película de su especie.

Leonard Shelby (Guy Pearce), un ex investigador de una empresa de seguros de San Francisco, debe luchar contra un severo problema de pérdida de la memoria de corto plazo (que le impide crear nuevos recuerdos) y una serie de individuos poco fiables, con el propósito de vengar el crimen de su esposa y su propia peculiar amnesia, al parecer desarrollada como consecuencia del mismo ataque. Para ello, ha logrado confeccionar un complejo sistema mnemotécnico compuesto por fotografías Polaroid, mapas, notas y tatuajes que lo ayudan a no extraviarse en un patético absurdo [11], o bien, a no perderse definitivamente en medio de la confusa ciénaga de las relaciones humanas, contaminadas por la más siniestra ambigüedad de propósitos e intenciones; básicamente, sus relaciones con un presunto policía encubierto llamado John Edward Gammell o "Teddy" (Joe Pantoliano) y una aparentemente bien dispuesta mesera, Natalie, interpretada por una perturbadora Carrie-Anne Moss [12].

La historia principal de Memento ("recuerdo") se desenvuelve aparentemente en sentido inverso al cronológico, como lo he señalado antes, o bien, desde el presente hasta el pasado, en contraste con la historia del paciente que el propio Shelby ha perjudicado con el veredicto esgrimido en su anterior trabajo de investigador para una empresa de seguros, constituyendo una de las más comentadas y alabadas proezas narrativas del último tiempo en el cine.

De Insomnia puede decirse que en ella, aparte de reunir a dos brillantes figuras de la pantalla grande en el remake de un thriller noruego de 1997, dirigido originalmente por Erik Skjoldbjærg y protagonizado por Stellan Skarsgård [13], Nolan ha logrado recrear un brillante relato policial en medio de los impresionantes paisajes de la bella aunque hostil Alaska que, si bien es cierto, no le pertenece en tanto autor o coautor, como las anteriores, representa una buena excusa para desarrollar al menos una parte de los motivos, obsesiones o características que le hemos atribuido como componentes de su particular estilo o mirada.

Will Dormer (Pacino) es un viejo y prestigioso policía de Los Angeles que debe viajar a Alaska para resolver el misterio de un asesinato, acompañado de su amigo y compañero, Hap o Eckhart, con quien se encuentra relativamente molesto debido a que éste discrepa en cuanto a los métodos y pasos que deben ser tomados en la investigación llevada a cabo por el departamento de Asuntos Internos de Los Angeles, que implica a Dormer, poniendo en tela de juicio su reputación y, posiblemente, su carrera. Por una suerte de confuso accidente en medio de una espesa niebla, mientras persiguen a un probable sospechoso o el mismo asesino, Dormer dispara a su compañero, hiriéndolo de muerte, precipitándose, de esta forma, en una espiral negativa de condenación en la que irá derrumbándose profesional y moralmente hasta caer en las sucias manos de su némesis o «sombra», el mediocre aunque popular escritor local de novelas de detectives, Walter Finch [14], quien no perderá la oportunidad para manipular, implicar y homologarse a Dormer en términos de trabajo, insomnio [15] y culpabilidad, por medio de intrigantes llamadas telefónicas [16] o furtivos encuentros, todo esto en medio de la pesquisa llevada a cabo por los provincianos policías de "Nightmute" y los ojos atentos de la meticulosa detective Elie Burr (Hillary Swank), quien advierte en Dormer una especie de mentor. En definitiva, una cinta de caída y expiación, fuertemente anclada en lo moral y la exploración psicológica.

En cuanto al propio Batman inicia, creo que es muy poco lo que se puede agregar, dada la enorme popularidad del personaje de historietas. Si bien no me parece admisible afirmar que el brillante londinense haya traicionado por completo sus orígenes de creador independiente, sí creo que puede arriesgarse la hipótesis de que no ha logrado trascender las limitaciones propias de un género, a mi parecer, menor, como el cómic, caracterizado de modo tan rotundo por el predominio de ciertos valores criptofascistas y generalmente contaminado por una obsecuente complacencia hacia EE. UU., además de un aberrante esquematismo argumental y psicológico, básicamente, por mencionar solo algunos aspectos. De cualquier manera, no creo que quienes se animen a ir al cine para ver al más atormentado que nunca caballero negro pierdan del todo inútilmente su tiempo, puesto que la cinta se sostiene de un modo bastante eficiente, como más de algún digno producto de la cultura de masas, con una verdadera artillería de retruécanos narrativos, en las que también puede adivinarse la coautoría de Nolan, efectos especiales de gran nivel, un ostentoso despliegue de nueva bati-tecnología, una partitura potente, compuesta a cuatro manos por Hans Zimmer [17] y James Newton Howard [18], y, por supuesto, la soberbia dirección del británico, que hacen de la cinta un relato entretenido, relativamente sólido (aunque para nada verosímil) y, por sobre todo, atractivo en tanto espectáculo, lo que no se condice con los 140 minutos que el largometraje efectivamente dura. Sobre todo, si se es un fanático de los superhéroes.

En cuanto a mí, me quedo con el primer Nolan, aquel intrincado jovencito que con solo treinta y cinco años ha logrado atesorar una filmografía sobresaliente, sofisticada, madura y elegante, que invito calurosamente a explorar o redescubrir. Será una aventura no exenta de riesgos o perplejidad, pero sin duda una aventura visual e intelectualmente estimulante. Solo queda esperar que el muchacho no pierda completamente su camino ahora que cuenta con presupuestos multimillonarios, y vuelva a retomar la senda de la inteligencia, la sutileza y la complejidad, cualidades que hasta ahora han caracterizado la mayor parte de su obra.

El tiempo será, como siempre, el mejor juez.


Guillermo Riveros Álvarez



[1] ¿"El perseguidor"? Sinceramente, no conozco la traducción exacta con que este largometraje pudo haber llegado hasta nuestro país, si es que alguna vez lo hizo. No lo creo.

[2] Hazaña, por cierto, reeditada con notable acierto en la ominosa y polémica Irréversible (2002) del director franco-argentino Gaspar Noé.

[3]How I am supposed to heal if I cannot feel time?” Leonard Shelby en Memento.

[4] En absolutamente todos los filmes de Nolan se advierte la presencia de uno o más personajes ejerciendo un control perverso sobre otro(s), como si se encontraran enfrascados en una sórdida dialéctica hegeliana de "amo(s) y esclavo(s)". Cobb sobre Bill y la rubia en Following; Teddy y Natalie sobre Leonard en Memento; Finch sobre Dormer y viceversa en Insomnia, y Henry Ducard sobre Batman en la cinta homónima, por solo mencionar algunos casos.

[5] "You don't know the truth. You make up your own truth." Teddy en Memento.

[6] Recordemos que Nolan trabaja con el género de acción y no con la poética (o "cinemática") de un Bergman o un Tarkovsky.

[7] "You really need a system if you're going to make it work"; "I'm disciplined and organized. I use habit and routine to make my life possible". Leonard Shelby en Memento.

[8] Una mera hipótesis, sin duda, deducida luego de haber hallado sorpresivamente el signo del superhéroe en la puerta de la habitación del protagonista de su primer largometraje.

[9] "You take them away, and then you show them what they had." Cobb en Following.

[10] En el sentido expuesto por Umberto Eco en su ensayo Obra abierta de 1962.

[11] Como Sammy Jankis, uno de sus propios clientes, a quien termina denegándole la póliza de seguro por falta de credibilidad.

[12] A quien hemos tenido la oportunidad de ver propinando espectaculares patadas en cámara lenta y dando brincos de un edificio a otro como "Trinity" en Matrix, la saga de los hermanos Wachowsky.

[13] Breaking the waves (Contra viento y marea; 1996) y Dogville (2003) de Lars von Trier, y Good Will Hunting (1997) de Gus van Sant.

[14] Robin Williams en uno de los roles más inusuales de su carrera (más tarde reciclado en la interesante One Hour Photo de Mark Romanek (2002)), marcada a fuego por el repetitivo rol de individuo sensible y desinteresado, capaz de entenderlo todo y brillar por sus nobles sentimientos. Dead poet society (La sociedad de los poetas muertos; Weir, 1989); Awakenings (Despertares; Marshall, 1990), Good Will Hunting (Van Sant, 1997), son, por cierto, algunos de sus papeles más dignos, pero hay bastantes otros.

[15] "Will Dormer" ("¿voluntad de dormir?") es, paradójica y virtualmente, incapaz de conciliar el sueño mientras dura el caso (siete días con sus seis noches) debido a la implacable luz veraniega de Alaska, donde la noche prácticamente no existe durante cinco meses.

[16] Lo que también ocurre en Memento con aún mayor frecuencia: ¿otro leitmotiv?

[17] Thelma & Louise (Scott, 1991), Thin red line (La delgada línea roja; Malick, 1998), Gladiator (Scott, 2000), The Last Samurai (El último samurái; Zwick, 2003), entre muchísimas otras.

[18] The Prince of Tides (El príncipe de las mareas; Streisand, 1991), The sixth sense (Sexto sentido; Shyamalan, 1999), Signs (Señales; Shyamalan, 2002).

25 de junio de 2005

El neoliberalismo. Ideología dominante en el cambio de siglo Ensayo de José Comblin. Ediciones Chile América CESOC, 1999


“El neoliberalismo tiende a destruir a todos los “colectivos” aptos a

defender a los individuos. La meta es que el individuo esté aislado en el mercado,

a merced de las fuerzas del mercado y sin posibilidades de resistir”.

El neoliberalismo, José Comblin.


Más de una buena razón tenemos, como chilenos, para atender a las razones expuestas por el teólogo belga José Comblin en su libro El Neoliberalismo, ideología dominante en el fin de siglo. En efecto, Chile ostenta el dudoso prestigio de haber sido un “laboratorio del neoliberalismo” gracias a las políticas implementadas por tecnócratas como Jorge Cauas o Sergio de Castro, instalados en el gobierno por Augusto Pinochet en 1975. Se trataba de los Chicago Boys, así llamados por el hecho de haber desarrollado sus estudios de postgrado en la Escuela de Chicago, desde donde Friedrich Hayek y Milton Friedman, los apóstoles de la nueva secta, comenzaban a propagar su evangelio salvífico a todo el mundo a comienzos de los años setenta.

Anteriormente considerados como unos excéntricos por los hegemónicos keynesianos[1], Hayek y Friedman sostenían, entre otras cosas, que el Estado era el enemigo intrínseco de la libertad, al igual que el socialismo, los sindicatos y la planificación en general.

Para que la economía pudiera desplegarse libremente, generara riqueza y que las naciones subdesarrolladas salieran de su atávico retraso había que introducir reformas profundas en la forma de hacer las cosas, y si estas fallaban había que aplicarlas con aún más fuerza, contradiciendo, de este modo, las intuiciones más palmarias del sentido común. Dichas reformas implicaban una radical inversión de lo llevado a cabo hasta entonces, es decir, masivas privatizaciones de los servicios públicos, supeditación de la producción al comercio exterior marginalizando de este modo al mercado interno, "reducción o eliminación de los sindicatos y organizaciones de trabajadores en general"[2], todas ellas aplicadas generosamente en nuestro país y más tarde extrapoladas a todo el ámbito latinoamericano y mundial al amparo de gobiernos de extrema derecha como el de Ronald Reagan en EE. UU. (1981 - 1989) o Margaret Thatcher (1980 - 1990) en Reino Unido.

Pero no es solo de las consecuencias que el neoliberalismo ha supuesto para Chile de lo que trata este instructivo ensayo de Comblin, sino de una completa exposición acerca de los orígenes, naturaleza, antropología y posibles alternativas de esta nueva forma de imperialismo, disfrazada de ideología democrática y liberadora, y machaconamente celebrada como la única forma viable para combatir los males de nuestro mundo, cuando no como culminación de la misma historia (!) en palabras de sus más entusiastas partidarios...

El Neoliberalismo, ideología dominante en el fin de siglo, un libro accesible y profundamente informativo acerca de nuestro país, la sociedad y la economía actual y, tal vez, un buen acicate para estimularnos a buscar formas para contribuir a cambiar el perverso estado actual de las cosas, estrechando, en primer lugar, nuestros vínculos como miembros de un sindicato conciente, maduro y responsable que necesita crecer y fortalecerse cada día más, no solo considerando la proximidad de una nueva negociación colectiva, sino con el fin de construir una relación más justa entre empresarios y trabajadores, tan necesaria en nuestro país como en el resto del mundo subdesarrollado.


Guillermo Riveros Álvarez



[1] Responsables, entre otras cosas, de los así llamados Estados del Bienestar y el sistema de Bretton Woods que sostuvo las bases de la economía mundial desde la segunda posguerra hasta principios de los años setenta..

[2] Comblin, José: El neoliberalismo, Ideología dominante en el cambio de siglo. Ediciones Chile América CESOC, Santiago de Chile, s. f.

27 de abril de 2005

Seis sonatas para piano de Ludwig van Beethoven


No deja de ser extraño que nunca me haya atrevido a hacer un comentario de música, pese a todo el tiempo que llevo escribiendo aquí y la enorme afición que tengo a escuchar un disco tras otro, a toda hora, desde hace muchos años. Las razones son múltiples, pero se reducen básicamente a una: el pudor que me producía referirme a un tema tan volátil e inaprensible como el arte de los sonidos. El temor, en definitiva, a caer en el más flagrante impresionismo, en el flatus vocis que detesto en tantos otros comentaristas...

Pero ya es hora de traer a la más alada de las musas a la palestra y comenzar a hacer justicia, aunque sea de un modo tardío y un tanto torpe. Y para comenzar con lo mejor, es que me he decidido por un género tan —a mi juicio— injustamente marginado o estigmatizado por la mayor parte de la gente: la mal llamada música «clásica», «docta» o «seria», y por uno de los autores que más me apasiona: Ludwig van Beethoven.

¿Qué es lo que, en efecto sabemos de Beethoven? En fin: que fue educado para ser un prodigio, a semejanza de Mozart; que era un genio arrogante, impulsivo, mal humorado, bastante torpe en cuanto a los asuntos domésticos y su propia apariencia, un eximio pianista e insuperable improvisador, que aporreaba los teclados al punto de obligar a modificar la naturaleza del instrumento para cumplir con las exigencias que imponía la ejecución de algunas de sus piezas; que quiso, sin mayor éxito, convertir a su sobrino Karl en un músico sobresaliente a punta de una férrea disciplina; que se quedó casi completamente sordo al fin de sus días, etc. Una verdadera leyenda del artista-héroe vapuleado por las circunstancias y finalmente orgulloso y vencedor frente al destino, reconocido por el mundo y, con justicia, como uno de los más grandes genios de la música y, con una alta probabilidad, como el primer verdadero romántico, en el amplio sentido del concepto [1]; es decir, tanto vital como artísticamente hablando, por su entrega absoluta a su arte y su misión, por su afán de trascendencia y arrogancia individualista, por el gesto aristocrático de su vida, conquistando no solo el gusto de la frívola y exigente Viena sino también un merecido respeto y consideración como creador y hombre libre, reluctante a todo tipo de sumisión. De hecho, se dice que su funeral fue acompañado por más de diez mil personas, aunque algunos otros autores hablan del doble. [2]

¿Qué conocemos de su obra? De seguro, la violenta entrada de la Quinta Sinfonía, conocida como «la llamada del Destino»; el abusado último movimiento coral de la Novena; algunos compases del Adagio sostenuto de la Sonata Claro de Luna, tantas veces usado por el cine y la publicidad; la nunca bien ponderada bagatela Para Elisa y alguno que otro fragmento disperso, por aquí y por allá. Pero Beethoven es, a no dudarlo, muchísimo más que su caricatura o su leyenda que, como siempre, ha terminado ocultando más que revelando al atormentado creador que se encontraba detrás de la máscara. Su colosal trabajo constituye, más bien, un complejo universo de sensibilidad única, tanto humana, como musical, pese a haber asimilado a la perfección las grandes tendencias de su época, que yo sinceramente recomendaría explorar pacientemente, de principio a fin, pero que, debido a las restricciones propias de una columna como ésta debo acotar de modo de no perder especificidad, lo que me sitúa frente a un difícil dilema: ¿qué elegir de entre la inmensa y proteica obra construida a punta de sacrificio y arduo trabajo durante más de cincuenta años? ¿Aquellos insuperables colosos de inigualable vigor y sentimiento que constituyen las sinfonías, o bien, los cuartetos para cuerda? Y ¿cuáles, de entre estos? ¿Los dedicados al conde Razumovsky o los del Op. 130, 131 y 132, marcados por un aura de incomprensible sublimidad y tal vez locura?

Difícil cuestión, sin duda alguna.

Para no caer en el grandioso ámbito sinfónico u orquestal, absolutamente descollante, recomendaré algunas piezas menos conocidas para el público general, pero no por eso, menos significativas que las ya mencionadas anteriormente. Un Beethoven algo más íntimo y cercano, que en ocasiones pareciera susurrarnos un fascinante secreto acerca de sus propias ambiciones o mostrarnos un camino de paz en medio de los tormentos de Heiligenstadt; sugerirnos un estado de ánimo melancólico o sumirnos en una suerte de éxtasis místico, de encuentro con la naturaleza o la humanidad, con la que el mismo Beethoven se relacionara de un modo tan problemático. Se trata de las sonatas para piano; una importantísima parte de su música de cámara. Seis de ellas. Mis favoritas.


Sonata No. 8 en do menor, Op. 13, conocida como «Patética»


Escrita entre 1797 y 1798 y publicada al año siguiente, fue dedicada al príncipe Karl Lichnowsky, uno de los principales mecenas de Beethoven en Viena, a quien dirigiera las siguientes palabras: “Príncipe, lo que usted es no tiene otra causa que un accidente de nacimiento; lo que soy yo, lo debo exclusivamente a mis propios esfuerzos. Ha habido miles de príncipes y habrá todavía miles más, pero solo existe un Beethoven”[3], que reflejan la alta estima en que Beethoven se tenía a sí mismo y su cruda franqueza y altivez. Esta es, sin duda alguna, una de las más ampliamente conocidas composiciones para piano del genio de Bonn, llena de la expresividad y fuerza que con el paso del tiempo lograrían convertirse en rasgos esenciales de su estilo de madurez. La línea melódica es especialmente clara y cantabile, aún en los momentos de mayores exigencias técnicas del Grave – Allegro, la gran innovación de la pieza según algunos. A diferencia de lo que pareciera indicar su denominación profana, la Sonata no. 8 parece más animada por un interés propiamente pianístico que por elaborar una suerte de «relato de pasiones», alcanzando sobre todo en el último movimiento cuotas de animada coquetería cortesana y virtuosismo.


Sonata No. 14 en do sostenido menor, Op. 27 No. 2 «Claro de Luna»


Llamada también Sonata Quasi una fantasia, fue compuesta en 1801 y publicada en 1802. Su denominación popular “procede probablemente de una crítica escrita por Heinrich Rellstab (1799-1860) en la que se comparaba el primer movimiento a «una barca que visita, con el claro de luna, los paisajes primitivos del Vierwaldstättersee (Lago Lucerna) en Suiza”.[4] Fue dedicada a la condesa Giulietta Guicciardi, quien fuera alumna de piano de Beethoven durante 1801, y se caracteriza por el amplio abanico sentimental desplegado en sus tres disímiles partes. Desde la hipnotizadora melancolía terminal del primer movimiento hasta la irritación categórica del tormentoso Presto Agitato, pasando por la alegre despreocupación infantil del Allegretto, la Sonata No. 14 puede ser considerada una obra maestra del contraste. Es una de las sonatas que escucho con mayor nostalgia debido a que estuve tratando de descifrar el bello primer movimiento durante más de un año, con el ingenuo deseo de imitar la incomparable interpretación de Claudio Arrau. Logré aprenderlo prácticamente de memoria durante un tiempo, pero luego, ante la ausencia de un instrumento donde seguir practicando y ya más conciente de las molestias que ocasionaba mi torpe empecinamiento en domicilio ajeno, terminé olvidándola casi por completo, acabando de una vez por todas con una tardía, aunque tal vez no por eso menos promisoria, vocación de pianista.


Sonata No. 17 en re menor, Op. 31 No. 2 «Tempestad» (1802)


Aquí prima el elemento pasional, urgente y «descriptivo» desde el mismo comienzo, marcado por el ímpetu de una fuerza ciega que pugna por abrirse paso hacia delante en medio de una espesura sentimental. Como en la mayor parte de la música romántica posterior, esta composición se encuentra atravesada de un extremo a otro por un ardiente deseo de exponer, describir o «transcribir» sentimientos arrebatadores, ya sea de extremo ímpetu como de profunda melancolía, en el movimiento central, que pareciera anticipar en parte al bello Adagio del Concierto para piano y orquesta No. 5 en mi bemol mayor llamado «Emperador». Aún recuerdo la impresión de absoluta perplejidad que me causó el obsesivo tema del tercer movimiento, interpretado por otro insigne maestro chileno, Alfredo Perl, la primera vez que escuché esta sonata en la radio, sin saber de qué se trataba. Por una serie de eventos desafortunados no pude asistir a uno de sus últimos conciertos en Chile a fines de 2003. Perl interpretaba, justamente, las últimas tres sonatas de Beethoven.


Sonata No. 23 en fa menor, Op. 57 «Apasionada»


Escrita entre 1804 y 1805 y publicada en 1807, fue dedicada al conde de Brunswick, otro de los numerosos protectores del compositor. Como su nombre lo indica, esta sonata exuda sentimiento, si bien es cierto pareciera exponer dramáticamente un conflicto entre la contención y la liberación de las pasiones, conflicto que, por otra parte, parecieran terminar ganando éstas en un fortissimo cierre. Especial interés merece el segundo movimiento. La música pareciera ir elevando poco a poco la voz, como si surgiera a partir de las cenizas del silencio o una experiencia penosa para pasar luego a recordarse con cierto distanciamiento y coquetería, o bien, como si recuperara la confianza para abrir nuevamente la puerta de las confesiones íntimas y la alegría, estado de ánimo que, sin embargo, es abruptamente cercenado por el agitado tercer movimiento, en que la sospecha y la violencia vuelven a sacudir el teclado con implacable violencia, avasallándolo todo en los compases finales.


Sonata No. 29 en si bemol, Op. 106 «Hammerklavier»


De lejos, la sonata más larga escrita alguna vez por Beethoven y una de las más exigentes en términos de interpretación y tolerancia por parte del público, la Hammerklavier representa una cumbre inigualable en la prolífica carrera de Beethoven. Dividida en cuatro movimientos, cuenta con una serie de pasajes cargados de reminiscencias contrapuntísticas que parecieran evocar al gran maestro Johann Sebastian Bach. La apertura brillante y expansiva pareciera augurar un paisaje afectivo confiado y satisfecho, henchido de una suerte de centrífuga felicidad, que se mantiene casi inalterable hasta el tercer movimiento, donde el tono se transfigura abruptamente, adquiriendo los acentos más oscuros y tristes que puedan ser hallados en composición alguna, como si se hubiera precipitado de súbito en un abismo profundo en la que solo existiera la soledad, el dolor y la pérdida. Escrita entre 1817 y 1818 y publicada en 1819, fue dedicada al archiduque Rodolfo, “un excelente pianista, compositor ocasional y ferviente admirador de la música de Beethoven.”[5] Cuenta con uno de los adagios más extensos y desgarradores de la producción beethoveniana.


Sonata No. 30 en mi, Op. 109


Dedicada a Maximiliane Brentano [6], la sonata no. 30 fue escrita durante 1820 y publicada al año siguiente. Como la mayor parte de las obras de su madurez, esta obra implica una rotunda ruptura frente a lo anteriormente hecho en busca de una mayor expresividad y lirismo. El Andante molto cantabile ed espressivo con el que se clausura es una clara muestra de aquello y uno de los más delicados momentos en toda la obra del compositor austriaco, que ya había entrado derechamente en el ámbito de la sordera más absoluta desde hacía por lo menos tres años, aislándolo cada vez más de su amada musa, Euterpe, como también de los hombres, a quienes amaba más allá de toda aparente misantropía. No en balde fue que Beethoven escogiera la oda «An die Freude» («A la Alegría») de Friedrich von Schiller para cerrar su magnífico ciclo sinfónico, pregonando un conmovedor mensaje de hermandad y esperanza, y que parte de su música se encuentre en el espacio desde 1977 [7], año en que fueron lanzados los satélites Voyager 1 y 2 con el propósito de explorar el universo, premunidos de dos discos de oro de 30 cm. con imágenes, sonidos y música de la Tierra.

Solo espero que estas esquemáticas consideraciones no hayan servido únicamente como una pequeña introducción a las geniales sonatas de Beethoven, sino también a toda su colosal producción, llena de belleza, intensidad y grandeza. En cuanto al intérprete y, más allá de cualquier tipo de chovinismo de última hora, sugiero las excelentes grabaciones que realizara Claudio Arrau para el sello Phillips entre los años 1962 y 1968.


Guillermo Riveros Álvarez



[1] Lo señalo firmemente, aunque muchos autores discrepen en torno a esta idea, sosteniendo que Beethoven es un fiel representante del clasicismo, o bien, un artista a medio camino entre uno y otro periodo o estilo: un «prerromántico».

[2] El director y guionista Bernard Rose ha logrado un notable retrato del compositor en su cinta de 1994, Amada inmortal (Inmortal Beloved), utilizando al intenso y camaleónico Gary Oldman (State of Grace, 1990; Bram Stoker’s Dracula, 1992) en el rol protagónico, destacando la relación del compositor con algunas de las mujeres que se cruzaron en su vida, bajo la óptica de su incondicional admirador y biógrafo, Anton Schindler. Por su parte, Gary Oldman no solo se luce construyendo un personaje extraordinario y verosímil a un mismo tiempo, sino que también interpreta buena parte de las piezas de piano que aparecen en la filmación.

[3] Kerst, F.: Beethoven, the Man and the artist, as Revealed in his Own Words, trans. H. E. Krehbiel, New York, R/1964 (Citado en Cooper, Barry (ed.): The Beethoven Compendium, Borders Press, London, 1991, pág. 104. Traducción de GRA.)

[4] Randel, Don (ed.): Diccionario Harvard de Música, Alianza Editorial, Madrid, 1997, pág. 253.

[5] Cooper, Barry (ed.): The Beethoven Compendium, Borders Press, London, 1991, pág. 52.

[6] Hija de Franz y Antonie Brentano (nacida Birkenstock), una de las posibles destinatarias de la famosa carta de julio de 1812 dedicada a la misteriosa Amada Inmortal, que ha hecho devanar los sesos de tantos biógrafos.

[7] Las piezas de Beethoven que se encuentran actualmente orbitando nuestro sistema solar junto a otros sonidos y obras de diversas procedencias y autores son el primer movimiento Allegro con brio de la Quinta Sinfonía en do menor Op. 67 y la Cavatina perteneciente al Cuarteto para cuerdas en si bemol, Op. 130. Para más información acerca de la música y los sonidos incluidos en el disco por la comisión encabezada por Carl Sagan, de la Universidad de Cornell, ir a http://voyager.jpl.nasa.gov/spacecraft/music.html.