Si no sacas lo que hay dentro de ti, lo que no saques te destruirá.
Entre las numerosas consecuencias colaterales que el inesperado huracán Brown parece haber suscitado en la muchas veces mezquina y esquiva curiosidad humana, existe al menos una que me resulta de particular interés: el resurgimiento o renovado interés que se ha abatido sobre temas habitualmente reservados a ciertas ampulosas minorías o deshonestos charlatanes, relacionados de modo más o menos directo con la apasionante cuestión de la identidad e importancia de María Magdalena y los orígenes del cristianismo vinculados, a su vez, con otro tema aún mayor acerca del canon bíblico; es decir, la "pequeña selección de fuentes específicas, elegidas entre docenas de otras fuentes" (p. 37) , sobre la que se edificó la doctrina de la que, gracias a la conversión de Constantino, circa 313, llegaría a convertirse en la religión oficial de uno de los más grandes imperios que haya conocido la historia universal y luego, de Occidente, la misma que hoy aglutina a cerca de mil millones de personas en todo el mundo, constituyendo una de las principales religiones mundiales.
Pues bien, la historia y naturaleza del documentado ensayo escrito por la profesora Elaine Pagels, formada en historia y estudios clásicos en Harvard y Stanford, que me anima a escribir en la presente ocasión, tiene directa relación con los temas arriba mencionados, aunque, por cierto, no se agota en ellos, y puede ser relatada del siguiente modo.
Durante muchísimo tiempo —cerca de 1.600 años, a decir verdad— se creyó que los únicos evangelios existentes eran los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, conocidos como los evangelios canónicos. Un sorpresivo hallazgo en el Alto Egipto, no obstante, cambiaría dicho estado de cosas para siempre, provocando un cataclismo de proporciones al interior de la iglesia: el descubrimiento de una verdadera biblioteca de cristianismo primitivo, compuesta por 52 "traducciones coptas, hechas hace unos 1.500 años, de manuscritos más antiguos" (p. 14) escritos originalmente en griego, la lengua del Nuevo Testamento, realizado por un campesino árabe llamado Muhammad 'Ali al-Samman, en diciembre de 1945. Algunos textos, indudablemente emparentados con los temas y personajes de los evangelios reconocidos por el cristianismo actual, como el Evangelio de Felipe, el Evangelio de María o bien el Evangelio de Tomás, que parecen sugerir desde su mismo nombre una diversidad de mirada acerca de la vida y los hechos atribuidos a Cristo, y otros, un tanto más desconcertantes o enigmáticos, como el Apocalipsis de Pedro, el Segundo tratado del gran Set, o el poema Truena, mente perfecta, de carácter más esotérico e iniciático.
A dichos textos es que se los conoce en la actualidad bajo el rótulo de evangelios «gnósticos» o biblioteca Nag Hammadi, debido al hecho de contener, en su mayoría, una serie de creencias pertenecientes a una multitud de individuos o sectas denominados a sí mismos gnósticos —a quienes hasta el momento del aludido descubrimiento conocíamos únicamente a partir de lo que feroces adversarios ortodoxos, como el obispo Ireneo de Lyon o el polemista Tertuliano, habían escrito acerca de ellos—, y haber sido encontrados "cerca de la población de Naj Hammadi (sic), en la Jabal al-Tariff, una montaña en la que había más de 150 cuevas" (p. 11).
¿Quiénes eran estos gnósticos y en qué creían? De partida, es necesario aclarar que los gnósticos constituían más bien una gran variedad de grupos con diversas creencias e influencias (judías, griegas, egipcias, indias), que un todo homogéneo, derivando su nombre "del griego gnosis, palabra que suele traducirse por «conocimiento». [...] Pero gnosis no significa principalmente conocimiento racional [...] Tal como la utilizan los gnósticos, podríamos traducirla por «intuición», porque gnosis entraña un proceso intuitivo de conocerse a uno mismo. Y conocerse a uno mismo, decían ellos, es conocer la naturaleza y el destino humanos [...] en el nivel más profundo, es al mismo tiempo conocer a Dios; este es el secreto de la gnosis" (p. 18).
Dichos gnósticos recibían por lo general el nombre de sus maestros, siendo estigmatizados para siempre como los herejes o los heterodoxos («desviados» de la doctrina oficial), por la naciente iglesia católica que comenzaba a pergeñarse en los primeros siglos de nuestra era. Así, los seguidores de Valentín recibían el nombre de «valentinianos»; los de Marción, el de «marcionitas» y los de Carpócrates, «carpocratianos», reservándose el término de «simoníacos» para abarcarlos a todos en general, debido a que se consideraba a Simón Mago de Samaria, "el archienemigo de Pedro", como «el padre de todas las herejías» (p. 88). La enorme virulencia con que eran atacados por los ortodoxos (Ireneo, Tertuliano, Hipólito, Agustín, etc.) constituye una prueba contundente tanto de la capacidad de persuasión que dichos «desviados» ejercían sobre sus contemporáneos en un momento en que el cristianismo distaba muchísimo de ser lo que hoy entendemos como tal, como de la necesidad de eliminarlos o rechazarlos física e ideológicamente para construir la institución universal («católica») del Cristo desaparecido tiempo atrás.
Entre otras cosas, los gnósticos creían en un universo dualista y degradado de sus orígenes espirituales, en que los principios de bien y del mal estaban respectivamente representados por el espíritu y la materia, al modo platónico; en una interpretación no literal o simbólica de los textos sagrados, que los distinguía de los así llamados cristianos ortodoxos, que solían inclinarse por una interpretación literal; una diferencia de grado entre las diversas «iniciaciones» y los mismos miembros de «la iglesia verdadera», además de una serie de otros conceptos e intrincadas cosmologías dependientes de cada grupo en particular que, en ocasiones, los llevaban a asumir posturas radicalmente contrarias a las ortodoxas, como la de sostener que el Dios-Creador del Antiguo Testamento, "el dios de Israel", es distinto al Dios-Padre —algo así como una divinidad inferior, maligna y degradada—; sugerir que Cristo pudo ver en María Magdalena algo más que una mera compañera o discípulo, o bien, a afirmar que el esperado «Reino de los Cielos» no es un acontecimiento real a producirse en la historia, sino una metáfora para referirse a un estado superior de conciencia en que el iniciado y Cristo devienen idénticos, contradiciendo de esta forma la creencia tradicional de que Dios es esencialmente distinto de la humanidad, la completa alteridad.
Aparte del revelador ensayo Los evangelios gnósticos (1979), Elaine Pagels es autora de Adán, Eva y la serpiente (Crítica, 1990), The origin of Satan (1995), Beyond Belief: The secret gospel of Thomas (2003), Más allá de la fe (Crítica, 2004), etc. Actualmente, se desempeña como profesora de religión de la Universidad de Princeton, EE. UU.
Cabe esperar que este renovado interés por la trastienda de nuestras creencias y conocimientos oficiales, sin embargo, no se desperdicie o diluya en una suerte de paranoica búsqueda de significados ocultos y lecturas entre las líneas de textos más o menos sagrados o profanos, y nos lleve a cegarnos ante otras influencias aún más tangibles y muchas veces menos sutiles, capaces de engendrar tanto o mayor cantidad de mal o ceguera a nuestro alrededor, porque en ese caso habremos fracasado del todo en nuestro deber de desarrollar una conciencia crítica y libre, y una conducta más o menos conforme con eso, y el diablo habrá logrado, nuevamente, hacernos creer que no existe, para actuar con aún mayor impunidad sobre nuestro maltratadísimo mundo, caído en tantas desgracias.