Journalist #1: Do you consider the book to be autobiographical?
Jesse: Uh, well, I mean... isn't everything autobiographical?
Jesse: Uh, well, I mean... isn't everything autobiographical?
¿Puede un encuentro fortuito cambiar la vida de dos personas para siempre? Suena como una de aquellas afectadas preguntas que Carrie Bradshaw podría haberse formulado a la mitad de algún capítulo de Sex & the City pero es, sin duda alguna, al menos una de las ideas que debieron motivar a Richard Linklater a escribir y dirigir no solo una, sino dos entrañables películas largamente separadas en el tiempo: Antes del amanecer (1995) y Antes del atardecer (2004), con la colaboración de Ethan Hawke y Julie Delpy.
Por prejuicios varios, debo reconocer que nunca fui a ver la primera de ellas durante su estreno, aunque aún recuerdo las ganas que tenía Francisca, una de mis amigas universitarias, de asistir. De seguro influyó en mi decisión el hecho de que yo no tuviera demasiado presupuesto para gastar en lo que no parecía más que un estereotipado romance entre dos desconocidos en alguna metrópoli europea, como tantas otras, o algo por el estilo pero, luego de nueve largos años, debo reconocer que la fórmula efectivamente funciona, porque Linklater ha vuelto a repetirla con habilidad considerable en una de las ciudades más abusadas por el cine comercial: París. En una de esas, me estoy ablandando con los años o algo por el estilo, pero no puedo estar tan solo en esto, porque ambos filmes han recibido una cálida respuesta de público y crítica, lo que no es usual.
El argumento de ambas es bastante simple. A decir verdad, casi minimalista, pero en este caso específico la sencillez se ha conjugado con el talento para conformar dos sendas producciones llenas de vigor y belleza; la belleza que sin duda se obtiene cuando se alcanza a tocar, aunque sea tangencialmente, un pedacito de la verdad humana, sin aspavientos ni grandilocuencia, sino tratando de ser lo más honesto —artísticamente— posible o, al menos, parecerlo.
El primer encuentro, que llena los 101 minutos de Antes del amanecer, ocurre en Viena. Céline y Jesse son un par de jóvenes turistas —ella, francesa; él, estadounidense— que se tropiezan en un vagón del tren que los transporta desde Budapest y deciden pasar la noche juntos deambulando por la capital austriaca. El recorrido, no obstante, no es más que un pretexto para echar a andar la trama y exponer a los protagonistas a lo que parece una circunstancia ajena a lo corriente, debido a la presencia de una serie de signos y presentimientos. Previsiblemente, ocurren muchas cosas; muchas otras son dichas y, otras tantas, apenas deseadas. La noche deviene, a un mismo tiempo, eterna y efímera, porque después de haber alcanzado la utopía de una perfecta convergencia, deben separarse para volver a ser lo que han dejado de ser, luego de haber prometido regresar, pasados seis meses, a la misma estación de tren. Previsiblemente, nunca lo hacen, porque la abuela de Céline ha sido enterrada el mismo día de la cita, impidiéndole acudir.
Casi una década más tarde, vuelven a encontrarse. Es el argumento de Antes del atardecer. Esta vez, en la capital francesa, que es donde el ahora best-seller Jesse Wallace ha viajado para promocionar su novela. Específicamente, en la librería Shakespeare & Company, hasta donde ha llegado Céline para verlo por segunda vez. Ambos están aparentemente cambiados y, con la distancia que impone el tiempo, logran hablar de aquel lejano episodio que inspiró la novela de Wallace, al tiempo que recorren París. Hay mucho que contar, por ambos lados. Céline ha seguido el camino de lo social, integrándose en la Cruz Verde y llevando a cabo otra serie de iniciativas semejantes, mientras Jesse se ha decantado por la creación literaria y la vida matrimonial. Vidas relativamente armadas, que parecen resquebrajarse a medida que avanza la cinta, como una tenue máscara. Aún hay cuentas que ajustar, deseos insatisfechos y el lapso que media entre la presentación de una romántica novela y el próximo vuelo a Nueva York, elementos todos que parecen precipitar los inevitables clichés del cine estadounidense.
Pero Linklater no es un cineasta común y corriente, sino un maestro del suspense. Conoce su trabajo y lo maneja con maestría y una buena dosis de sadismo. La verosimilitud de ambas situaciones es perfecta y los diálogos, estupendos, al igual que los personajes. El deseo y la ternura vuelven a estremecer la pantalla con la presencia de dos amantes perfectamente (re)encarnados por el otrora atribulado Ethan Hawke , también novelista en la «vida real», y la precozmente descubierta por Jean-Luc Godard en 1985 para su cinta Détective, Julie Delpy , quien aparte de actuar con suma naturalidad y franqueza, se luce cantando una de sus propias composiciones antes de largarse a bailar con espontánea sensualidad un animado tema de Nina Simone.
Nos preguntamos, ansiosos, si habrá una tercera parte y cuánto tiempo tendrá que pasar esta vez para saber qué fue lo que efectivamente sucedió entre estos amantes inmortales tras su postergado encuentro. La vara ha quedado demasiado alta, nuevamente. La invitación está hecha. Dependerá de cada uno de nosotros resolver el nuevo nudo planteado por este afiatado ménage à trois cinematográfico.
Dependerá de cada uno de nosotros, saber esperar.
Guillermo Riveros Álvarez