Sé que ha pasado bastante agua bajo el puente desde que Amélie apareció en el año 2001, pero no quiero desaprovechar la oportunidad de recomendarles una película que considero esencial desde la primera vez que la vi, sobre todo luego de percatarme de que aún a estas alturas existen personas que desconocen su existencia, lo que me parece, además de un pecado cinematográfico capital, una suerte de autocastigo por omisión.
Pues bien, Amélie reúne todas las condiciones esenciales de una buena película: historia, fotografía, música (una extraordinaria partitura de Yann Tiersen), dirección, más el mérito adicional de reconciliarnos con la vida y sus más bellos y recónditos tesoros, en el caso de ser esto posible por medio del cine. Una suerte de cuento de hadas moderno, en que la voluntad parece ser la clave para conseguir que todo cambie.
Un día, luego de un azaroso hallazgo tras una baldosa de su baño, Amélie, una imaginativa camarera de Montmartre, París, decide torcer el rumbo de su vida y emprender, quijotescamente, una suerte de cruzada individual con el fin de llevarle un poquito de felicidad a una multitud de seres tan adorables y solitarios como ella: un hombre que ha olvidado su infancia en una pequeña cajita de metal; un hombre de vidrio que debe vivir aislado del mundo con el fin de no romperse los huesos; una enferma imaginaria; un escritor fracasado; su propio padre, ensimismado y triste. Para esto deberá recurrir a una serie de estratagemas y argucias que la llevarán a descubrir que, pese a todos sus talentos, ella también está sola y necesita amor y que, después de todo, el príncipe azul y el amor realmente existen y pueden encontrarse a la vuelta de la esquina, abriendo bien los ojos y el corazón...
Convengo en que reducida a esta esquemática, incolora forma, la cinta puede parecer algo ingenua. Pero la verdad y la belleza también pueden ser ingenuas.
Entrañable.
Guillermo Riveros Álvarez