A Paulo y Matías, por su vibrante espíritu ubuntu.
La atracción que ciertas personas, lugares u objetos ejercen sobre nosotros pareciera deberse a la conjunción de una serie de factores generalmente relacionados con algún pliegue de nuestra biografía o imaginación. Algunos, racionales y justificados; otros, un poco menos, como supongo en todos los ámbitos del interés humano. En el fondo, nuestra alma vibra con aquello que de algún modo ya se encuentra en ella. En el caso del cine, ocurre algo similar. A veces tenemos interés en saber qué es lo que se ha hecho a partir de una gran obra literaria, como en el caso de Oliver Twist y tantas otras novelas decimonónicas. A veces ocurre lo contrario, es decir, que a partir de un largometraje que nos ha impresionado de modo particular nos interesa conocer el texto que le dio origen. Esto último suele ocurrir con la exquisita novela epistolar Relaciones peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos [1], notablemente llevada a la pantalla grande por el director británico Stephen Frears. En otras ocasiones, sencillamente nos sentimos atraídos por el director, cuya pista hemos seguido a lo largo del tiempo. Me ha ocurrido y me sigue ocurriendo con Woody Allen, Bergman y Scorsese, entre otros.
En este caso particular, debo admitir que uno de los principales señuelos que para mí tenía The Reader se hallaba directamente relacionado con su reparto, lo que no es siempre una garantía de calidad, aunque tal vez sí un ligero indicio de lo que podemos esperar. Los productores, por cierto, están absolutamente concientes de aquello, lo que es particularmente patente en las cintas de «acción». Todos tenemos una idea aproximada de lo que significa una película de Schwarzenegger, Stallone o Bruce Willis, pese a todos los matices que puedan descubrirse en sus respectivas carreras. Especialmente, en el caso de los últimos. No olvidemos que Stallone escribió Rocky (1976), y que Bruce Willis coprotagonizó Pulp Fiction (Tarantino, 1994) y la perturbadora Sixth sense (Sexto sentido, 1999) del fallido M. Night Shyamalan (Unbreakable, 2000; Signs, 2002; The village, 2004).
Cuando tuve las primeras noticias de The Reader, no recordaba a su director, Stephen Daldry, cuyo trabajo había tenido la oportunidad de apreciar en la intensa cinta The hours (Las horas, 2002), basada en la vida y obra de Virginia Woolf, ni había tenido la oportunidad de leer la novela de Bernhard Schlink que una generosa lectora tuvo a bien obsequiarme, sin siquiera conocerme, luego de terminarlo, hace unas semanas. Solo había logrado hacerme una vaga idea a partir de su logrado trailer, visitado en Youtube. Lo que sí me había quedado claro era que Kate Winslet y Ralph Fiennes eran sus protagonistas. Y eso al menos a mí me parecía una suerte de velada promesa de alta calidad, atrayendo automáticamente mi interés, a lo cual debía agregar el hecho de que sus productores eran nada más ni nada menos que los tristemente desaparecidos Anthony Minghella (The English Patient, The talented Mr. Ripley, Cold Mountain) y Sydney Pollack (Jeremiah Johnson, Out of Africa, Havana), ambos muertos el año pasado, a solo meses de distancia, lo que de por sí mismo sugería bastante, elevando considerablemente mis expectativas.
En cuanto a Kate Winslet, no creo que los expertos ande tan descaminados al señalar que es una de las actrices más talentosas de su generación, al punto de que algunos críticos no han titubeado en compararla con la soberbia Meryl Streep, a quien hemos podido aplaudir nuevamente en Doubt (La duda, 2008) junto a Philip Seymour Hoffman, del dramaturgo y ahora también director, John Patrick Shanley.
Más allá de su famoso rol en la pomposa Titanic (Cameron, 1997), la carrera de Winslet se encuentra llena de aciertos. Su jovial papel en Sense and Sensibility (Sensatez y sentimientos; Lee, 1995), la humanísima vacilación de amante culposa en Little children (Secretos íntimos; Field, 2006), la seductora excentricidad de Clementine, junto a un sorprendente Jim Carrey, en la tierna e intrincada Eternal Sunshine of the Spotless Mind (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos; Gondry, 2004), su perturbadora rebelión en la injustamente subvalorada Revolutionary Road (2008), de su propio marido, el talentoso Sam Mendes (American beauty, Road to perdition), por mencionar solo algunos.
Acerca del británico Ralph Fiennes, cuya carrera he seguido con gran interés a lo largo del tiempo a partir de la extraordinaria The English Patient (El paciente inglés; Minghella, 1996), a estas alturas solo puedo decir que es uno de mis actores fetiche. Tal vez el favorito, luego del errático Robert De Niro, a quien admiré con fervor durante largo tiempo y por quien guardo ahora una suerte de sentimientos encontrados.
Entre las muchas cualidades interpretativas de Fiennes, una de sus principales fortalezas consiste, a mi juicio, en la marcada dualidad de violencia y ternura, pasión y contención, en un repertorio que a mi juicio contiene el registro completo del sentimiento humano, si bien es cierto suele manifestar una marcada inclinación por los amantes turbulentos y obstinados. Su inolvidable personificación del explorador húngaro László Almásy, fundado en un personaje real, en la ya mencionada cinta de Minghella, constituye una de las muestras más rotundas de aquello, como también su papel como el celoso escritor Maurice Bendrix, en The end of the affair (El ocaso de un amor; Jordan, 1999), basada en la novela del mismo nombre, de Graham Greene. Otros ejemplos de lo mismo pueden observarse en su interpretación del diplomático Justin Quale, en la extraordinaria The constant gardener (El jardinero fiel; Meirelles, 2005), o la misma Wuthering Heights (Cumbres borrascosas; Kosminksy, 1992), como el tempestuoso Heathcliff. Parafraseando la frase de mi buen amigo Paulo sobre José Luis Perales, puedo afirmar que, en el cine actual, nadie ama como Ralph Fiennes.
Pero el itinerario cinematográfico de Fiennes no se agota en este tipo de héroes, consumidos por una especie de fuego avasallador. Sus máscaras son, en efecto, múltiples. Literalmente. En el ambicioso largometraje Sunshine (Amanecer de un siglo, 1999), del director húngaro István Szabó, sin ir más lejos, asombró a la audiencia haciendo las veces de tres personajes distintos: Ignatz, Adam e Ivan.
Desde un traficante posmoderno en la ridícula Strange days (Días extraños; Bigelow, 1995) hasta el despiadado nazi Amon Goeth, en Schindler’s List (La lista de Schindler; Spielberg, 1993), pasando por un servicial homosexual en Bernard & Doris (Balaban, 2007), hasta un desquiciado asesino en Red Dragon (Ratner, 2002) o un hombre trastornado por los maltratos de su infancia en Spider (Cronenberg, 2002), los avatares de Ralph Fiennes siempre son una garantía de interpretaciones exaltadas y extremas y personajes desafiantes capaces de excederse al mismo tiempo que controlan sus modales. Pero bueno, tal vez Fiennes sea materia de otra reseña y ya sea hora de volver a referirme a lo que me atañe en esta ocasión.
Favorablemente, mi intuición volvió a retribuirme con un bellísimo hallazgo. No solo encontré las excelentes interpretaciones que anticipaba, incluyendo la de un joven talento como el de David Kross, o las fugaces apariciones de la bergmaniana Lena Olin o Bruno Ganz, en el rol de un encantador profesor de derecho, sino un largometraje íntegro, complejo y comprometido como pocos en el último tiempo, injustamente menospreciado por la Academia frente a cintas mucho más cuestionables como The curious case of Benjamin Button (El curioso caso de Benjamin Button, 2008) de David Fincher [2] o el sobrevalorado culebrón de Danny Boyle [3], Slumdog millionare (¿Quién quiere ser millonario?, 2008)… Pero, después de todo, ¿quién es la Academia para dictar nuestro gusto? En gran parte, una camarilla cómplice de un gran negocio que busca la rentabilidad del corto plazo que de algún modo pareciera buscar congraciarse con Bollywood con el fin de obtener nuevos financistas, en estos tiempos de crisis, como nuevamente lo sugiriera Paulo.
La historia de The Reader comienza como una tradicional historia de amor basada en el deseo hasta transformarse paulatinamente en una suerte de educación sentimental, moral e incluso política, vinculando de este modo lo individual con lo social, el sentimiento con la justicia, toda la ternura de una relación marcada por la ingenuidad de la entrega y el conocimiento mutuo y la realidad más abominable y estremecedora de los campos de concentración y las perversidades del nazismo.
Berlín, segunda posguerra. Michael Berg (Kross/Fiennes) es un joven adolescente de quince años que se enamora de Hanna Schmitz (Winslet), una mujer que lo dobla en edad, luego de que esta lo socorra en medio de la enfermedad y Michael decida volver a su casa para agradecerle. Su tiempo juntos consiste en tiernos encuentros y tórridos abrazos. A cambio de su instrucción en el arte de amar, sin embargo, Hanna solicita a Michael que lea para ella, lo que Michael cumple con abnegada entrega, eligiendo para ello ciertas obras representativas de la literatura occidental, como la Odisea homérica o La guerra y la paz, de Tolstoy, con las que Hanna goza y padece en extremo, como si comprometiera el alma completa, dando muestras de enorme sensibilidad y empatía. De esta forma, la instrucción se vuelve mutua. Pero un día Hanna desaparece abruptamente y Michael debe resignarse a perderla, transformándose en un hombre introvertido y clausurado sentimentalmente, incluso para su mismo círculo familiar. Los años pasan. Michael y Hanna vuelven a encontrarse en orillas opuestas. Michael se ha convertido en un aventajado estudiante de leyes mientras que Hanna ha sido acusada de gravísimos crímenes bajo el nazismo, al cual parece haber servido con la misma disciplina que a los tranvías, tiempo antes de haberse conocido. Michael apenas puede dar crédito a sus ojos, al encontrarla en el banquillo de los acusados. ¿Cómo es posible que su gran amor, que su samaritana se encuentre en una posición tan monstruosa? Comienza así el dilema y la vacilación ante espeluznantes revelaciones que parecen comprometer buena parte de lo que Michael creía saber acerca de Hanna y, en cierta forma, sobre sí mismo. Finalmente, llega la hora de dictar una sentencia. Hanna ha sido condenada a cadena perpetua, pese a lo cual Michael no puede resignarse a abandonarla enteramente a su suerte. Es la hora de hacer algo. De recuperar su pasado de un modo renovado y más constructivo y buscar una redención propia a través de la compasión y un acto de justicia hecho a una medida más comprensiva y humana.
Esta es, creo, la esquemática historia de un brillante largometraje acerca del amor, las relaciones humanas, la madurez y la justicia, relatada de modo cronológico, opción que la cinta prefiere alternar con una serie de reenvíos temporales, al punto de estructurarse como un largo racconto a partir del presente de Michael, un exitoso profesional que pareciera haber abandonado sus sentimientos en el pasado, distanciándose de su ex esposa e hija.
A quienes extrañe que haya decidido mantener el título original, en vez de inclinarme por su traducción, aproveche la siguiente explicación. El castellano, como más de alguno habrá tenido la posibilidad de advertir, no admite ambigüedades de género. Siempre se habla de un sujeto masculino o uno femenino, con notorio predominio del primero. En la lengua inglesa, por el contrario, muchas veces necesitamos del contexto para dilucidar el sexo o la identidad genérica de un agente. Exactamente lo que ocurre en este caso. Como creí que dicha ambigüedad era significativa para construir el sentido de la cinta que he tratado, torpemente, de comentar, he preferido no traducir su título, que muchos han optado por verter pasivamente en su forma masculina, acatando viejos atavismos idiomáticos. Únicamente espero que mi decisión no haya sido del todo arbitraria y que la novela les depare al menos una pequeña parte de todas las emociones y gozos provocadas por su fascinante versión cinematográfica, en caso de que se interesen en recurrir a ella. Por mi parte, solo puedo decir que yo lo hice, obteniendo una enorme satisfacción en su lectura, aunque confieso que fui incapaz de librarme de las poderosas imágenes con que el filme de Daldry supo traducirla de un modo tan convincente y cabal. Al igual que la mentada Revolutionary Road, The Reader hubiera sido, sin lugar a dudas, una excelente candidata a mejor película en las pasadas premiaciones, aunque todavía quedan algunas importantes para este año. La secuencia de Michael grabando una serie de libros para la cautiva Hanna representa, sin duda, uno de los más hermosos homenajes que el séptimo arte haya brindado a la literatura de los que tenga memoria.
Guillermo Riveros Álvarez
[1] Objeto de la reseña «No solo de Lan vive el tripulante» de abril-mayo de 2008.
[2] Muchísimo menos interesante que otras cintas del propio Fincher, como Seven (Siete pecados capitales, 1995), The game (1997) o la mismísima Fight Club (El club de la pelea, 1999).
[3] A quien también hemos podido ver muchísimo más inspirado en otras ocasiones. Pienso en la alucinante Trainspotting (1996) o The Beach (La playa, 2000), protagonizada por Leonardo Di Caprio.